Por Hernán López Aya*
Siempre ha sido sinónimo de fiesta. Lo hemos tomado como descanso, aún mejor, cuando cae en un día laboral. Lo tenemos referenciado como el inicio de ciertos procesos, entre ellos, el de la nueva legislatura en el Congreso de la República; un nuevo año de decisiones, proyectos y errores de políticos buenos, regulares y malos. También, son elegidos los nuevos presidentes de la Cámara de Representantes y el Senado, quienes estarán a la cabeza por un año. Y claro: ¡Es una fiesta patria!
Hagamos un poco de historia:
Como en toda fiesta, existe una abierta posibilidad de una pelea. Pues bien: el 20 de julio de 1810 la idea era hacerle “una atención” (como dicen las mamás) a Antonio Villavicencio, encargado por la junta española de la época para instaurar en la Nueva Granada una junta local.
Para adornar la mesa del homenajeado, le pidieron prestado un florero al comerciante José González Llorente. El encargado de la misión fue Antonio Morales, miembro del cabildo de Santa Fe. El hombre pidió el favor, Llorente no quiso prestarlo y se armó el tropel.
Pero ojo: Morales y sus amigos (líderes criollos de la época), ya sabían que no les iban a prestar el jarrón. Entonces, echaron mano de la negativa y, al mejor estilo de una estrategia política, generaron una “limitada y transitoria perturbación del orden público”, para tomarse el poder y sacar corriendo a los españoles.
Es decir, armaron la pelotera que se conoce como “Grito de Independencia”.
De ahí en adelante, el 20 de julio es la fiesta nacional por excelencia. Y años después (muchos), las autoridades decidieron conmemorarla con un rimbombante desfile militar, que se toma una de las principales avenidas de Bogotá (o de alguna ciudad), y en el que las Fuerzas Armadas rinden honores al presidente de la República, a los asistentes y realizan una revista militar.
¡Es una actividad bonita!
Quienes hemos asistido, como espectadores o como trabajadores, tenemos claro que el evento genera sensaciones de todo tipo. Y esas sensaciones se reconocen mucho más cuando no estamos en Colombia. Este fue mi segundo 20 de julio fuera del país; y no fue tan llevadero como el primero. La nostalgia hizo su parte.
Es un día especial porque tiene una agenda definida, diferente en muchos aspectos y para muchas familias, pero la tiene. Recuerdo que mi primer contacto con este desfile fue gracias a la televisión. Sin necesidad de salir de mi casa, pude ver a los uniformados marchando de manera majestuosa y siendo acompañados por aviones de la Fuerza Aérea, esos que hacían un ruido tremendo y que, después de verlos por la tele, salía a buscarlos a la calle, esperando que pasaran sobre mi barrio.
Lo hice durante mucho tiempo. Pero lo que más me conmovía era ver a las personas en las calles vivando a los uniformados. Sentía que ellos eran los verdaderos comprometidos con la causa: madrugaban, buscaban la mejor ubicación, preparaban “mecato” para la jornada, y todo para agradecerles a los soldados por cuidarnos, por prestarnos sus servicios, por hacer de nuestro país un lugar mejor.
Cientos de días después, me enfrenté al desfile como periodista. Es una importante experiencia, pero creo que a muchos les parecería bien aburridora. Claro: verla desde el sofá de la casa es más fácil. Pero cubrirla no es del todo chévere, y más cuando uno de los compromisos es salir en directo, al medio día, bajo 22 grados de temperatura, con la corbata amarrada y el saco del traje cerrado, convirtiéndose en una especie de “sleeping” torturador y faja reductora de panza prominente.
El estrés de lo que los periodistas llamamos el “corre corre”, es agotador. Hay que buscar noticias; hay que estar pendientes del presidente de turno, de los ministros; hay que tener la misma información que tiene la competencia, y hasta más; hay que correr en zapatos de suela de madera; hay que pelear con los escoltas porque no dejan entrevistar a sus protegidos; y, después de esta maratón, hay que pararse al frente de la cámara, de punta en blanco, hacer un directo que contiene 30 segundos de introducción, hay que darle paso a un reportaje de un minuto en el que se cuenta lo vivido en la jornada, y hay que despedir la salida al aire con un dato importante, en menos de 20 segundos.
Suena “jartísimo”, pero para quienes amamos esta profesión, ese acelere es adrenalina pura; no importa que las 5 o 6 horas de trabajo de la mañana se vean reflejadas, solamente, en dos minutos. Ese es el objetivo.
Pero este año, no sentí esa adrenalina. Y qué falta que me hizo. Me limité a ver los informes; a revisar las redes; y a sentir la energía, lejana, de cientos disfrutando el homenaje. Me hizo falta el ruido de los aviones, el retumbar de la banda de guerra del batallón Guardia Presidencial y el imaginar que Colombia tiene posibilidades de mejorar.
Desde lejos, no dejo de creer que nos merecemos más. Tampoco dejo de pensar en que nos deben respeto, así estemos por fuera. Es necesario que, quienes nos gobiernan, se sienten a analizar si están haciendo las cosas bien y qué pueden mejorar. Ya es hora de acabar con la zozobra; ya es hora de estar mejor. Y mientras que el tema se resuelve, no me queda otra que seguir enfrentado la nostalgia.
¡Feliz Día de la Independencia!
@HernanLopezAya
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.