Ni guardias indígenas o campesinas ni frentes de seguridad y paz

Compartir en redes sociales

Por coronel ( r) Carlos Alfonso Velásquez

Que la seguridad del país, tanto urbana como rural, va por mal camino es hoy día una cuestión irrefutable. Respecto a la rural, no es sino leer tres recientes estudios y extraer algunos de los argumentos centrales. En su informe sobre los DDHH en Colombia, la ONU concluye que “la consolidación del poder de los grupos armados en algunos territorios representa un riesgo para la gobernabilidad en Colombia y para la protección de los derechos humanos de la población”; en el titular de un estudio de la Fundación Ideas para la Paz (FIP) se lee “Paz total: los grupos armados ganan con cara y con sello” y la Fundación Conflict Response (CORE) sostiene que “La seguridad parece peor que nunca”. Lo cierto es que en los tres documentos hay un común denominador expresado explícita o implícitamente: en las zonas de dominio de los grupos armados está en entredicho el monopolio de la fuerza, de la justicia y hasta de la tributación.   

Ahora bien, si nos apoyamos en las cifras de la Defensoría del Pueblo para concretar la anomalía, tenemos que los municipios donde pretenden imponer los grupos armados ilegales el control territorial se distribuyen así: Clan del golfo (Agc) en 331 municipios, el Eln en 231, disidencias de las Farc autodenominadas Emc en 234 y segunda Marquetalia 89, (en aras de la precisión hay que tener en cuenta que en varios de estos municipios hay disputas por el control entre dos o tres actores).

  De cualquier manera, la inseguridad que viven varias poblaciones a lo largo y ancho de la geografía nacional está determinada por las dinámicas de los grupos armados en función del objetivo primordial de sostener y ampliar su gobernanza criminal en medio de los diálogos y negociaciones con el Gobierno. Los ceses al fuego, que han carecido de un monitoreo eficaz, han jugado en favor de dicho objetivo, lo cual deja inquietantes interrogantes sobre el efecto real que está teniendo la política de paz en la seguridad de la gente y sobre el control del Estado en las zonas más vulnerables del país.

La realidad muestra que con la política de paz total – desde el comienzo insuficientemente articulada con la de seguridad y abarcando al mismo tiempo a los grupos armados rebeldes y a los grupos criminales- la fuerza pública, especialmente el Ejército, está viviendo una crisis de identidad y desmoralización, por la imprecisa redefinición de las amenazas a combatir y sus “modus operandi” que se traduce en un aumento de la inseguridad.

En dicho contexto, han aflorado iniciativas como la de las guardias indígenas, cimarronas y campesinas para la seguridad de las comunidades, y en él también se inscribe la propuesta de José Félix Lafaurie, presidente de Fedegan de crear unos Frentes Solidarios de Seguridad y Paz para coordinar con las autoridades la propia seguridad y la de sus propiedades. Pero corresponde al Estado, y no a los ganaderos, ni tampoco a los indígenas, campesinos o comunidades negras, garantizar su seguridad. Se requiere entonces un viraje simultáneo de la seguridad y de la paz, para que, como hermanas siamesas que son, puedan converger en la defensa de la vida de todos los miembros de la sociedad.

Y dentro del viraje conviene desdoblar parte del Ejército y de la Policía para crear una Guardia Rural Nacional dedicada exclusivamente a las regiones apartadas más afectadas por la inseguridad, convocando a las guardias campesinas y cimarronas a adscribirse orgánicamente en dicha fuerza. De esta manera se facilitaría concentrar la Policía en las ciudades y municipios más poblados para mejorar la seguridad ciudadana. También se facilitaría reorganizar y reentrenar al Ejército como fuerza exclusivamente militar para atender solamente amenazas que ameriten ser combatidas con la letalidad que caracteriza a la institución castrense. 

Sigue leyendo