¿La Semana de qué?

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Por Hernán López Aya*

De domingo a domingo y por lo general, en la última semana de marzo, los católicos celebran la Semana Santa, ocho días que al pasar de los años han servido para múltiples actividades; la más importante es, sin duda, conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

Comienza con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Resurrección. En ese lapso de tiempo, en Colombia hay dos días feriados, tres laborales y tres de fin de semana regulares. Los templos católicos se ven repletos de creyentes que rinden homenaje, agradecen favores recibidos, preguntan por qué pasó lo que pasó y piden un montón de cosas más. 

En ese grupo me incluyo. Creo en esa fuerza superior, pero también creo que estoy en deuda. Y el saldo hace referencia, precisamente, a esos años de adolescencia en los que el disfrute de estas jornadas fue cambiando de rumbo.

En esta etapa viví en el barrio Américas Occidental, en la localidad Kennedy, del suroccidente de Bogotá. Las actividades litúrgicas comenzaron, siempre, a las 12 del día con una ceremonia de Domingo de Ramos en la que el sacerdote de la Parroquia San Pío Décimo, después del sermón, se especializó en bendecir símbolos hechos con hojas de palma.

Ese evento marcó el inicio de una semana de reflexión, para muchos, y de descanso, para otros. Si bien es cierto que mi mamá insistió en que debíamos creer en un ser superior, mis ganas de llevarle la contraria fluyeron al instante. No obstante, me di la oportunidad de hacerle caso y decidí hacer parte, así fuera como asistente, de uno de los puntos especiales de la conmemoración.

Quise ser “buen católico” y me fui a escuchar el sermón de las siete palabras. Pero la temprana edad me jugó una mala pasada y mi objetivo se desvió. Al templo arribó, con belleza sorprendente, una silueta femenina de 14 años de edad a la que le encontré los dones más hermosos y que, por esos días, fue mi amor platónico preadolescente. Vivía a un par de cuadras de mi casa.

Los minutos pasaban y la responsabilidad se hacía más fuerte. No podía decepcionar a mi mamá. En uno de los momentos especiales de la celebración, decidí jugarme una carta. Como todo un creyente, cerré los ojos, levanté las manos, canté e hinqué rodilla para que la susodicha imagen femenina se diera cuenta de que yo podría ser su redentor. 

¡Pero me fue mal!

Ella sí fue consciente de sus creencias, oró con conciencia, no se dio cuenta de mi sacrificio y no decepcionó. Al final de la ceremonia nos cruzamos en la puerta del templo, me saludó, esbozó una pequeña sonrisa y me dejó perplejo con su belleza. No hubo otro acercamiento. Pero, por fortuna, mi mamá me creyó y yo llegué a la casa como el mejor de los católicos. 

Otro de los eventos destacados en el barrio fue el viacrucis. Para hacerlo más inclusivo, el sacerdote decidió hacer un recorrido por las calles del sector y hacer 14 paradas en 14 casas que representaron cada una de las estaciones del ritual. Una de esas fue la de mi abuela Carmen. Sagradamente, ese día ella adornó la puerta del garaje, montó un altar y nos pidió asistencia estricta. Yo fui pero más de un regaño me gané, por no colocar atención a las lecturas y por “mamar gallo” con todos mis amigos, mientras que los participantes oraban.

Los viajes por varios templos de Bogotá también hicieron parte de las actividades. En los carros de nuestros papás, conducidos por nuestros papás, conocimos varios templos y su interior, que para esos días son adornados especialmente. Pero como la adolescencia estuvo presente, aprovechamos las visitas para “echar ojo” a las hermosas asistentes. Los recorridos terminaron, casi siempre, a las 8 de la noche y el punto de encuentro, luego de la jornada, fue la pizzería del barrio.

Con el paso del tiempo, las actividades tuvieron un cambio. Y no por parte del catolicismo. Simplemente, porque mi etapa de vida en esos momentos me dio para pensar rebeldemente y cuestionar mi creencia. Dejé de asistir a las ceremonias y dediqué mi Semana a descansar, salir de viaje y “parrandear”. 

Hubo situaciones muy divertidas. Una de ellas fue, por ejemplo, haber estrenado equipo de sonido, un Jueves Santo, con el disco compacto “Título de amor”, de Diomedes Díaz, en una fiesta improvisada. Fue muy especial. En ese “convite”, mi secreto mejor guardado fue revelado por Carlos “El Ojón” Chávez a mi papá. Ese día, en medio de la “tomata” de aguardiente, él le contó, con espontaneidad, que a mí me suspendieron del colegio cinco días por volarme a jugar billar en horario de clases. Mi viejo no tenía ni idea. 

El momento de la revelación ocurrió en 1994; mi suspensión fue en 1990. El misterio más preciado duro engavetado 4 años. Mi papá no tuvo otro remedio que reírse y seguir celebrando. La fiesta terminó con baile y con algo de culpa por “rumbear” ese día santo. 

Al paso de los años continué con las actividades de la Semana, pero de otra forma. Sigo orando a mi manera, pidiendo por el bienestar de mi familia y amigos, y por el futuro del país en el que decidí celebrar. Si bien es cierto que la Semana Mayor debe ser de reflexión, también debe servir para unir familias en torno a una mesa, una comida o un festejo, así no sean católicas. 

Acá lo importante (a mi parecer) es respetar al prójimo, ayudarlo, comprenderlo, orientarlo y, sobre todo, permitirle expresarse de la forma en que considere. Eso es enseñanza bíblica. El estar de acuerdo o no con lo opinado es “harina de otro costal”.

De otro lado, la tradición en el sector continúa. Mi abuela sigue siendo la líder de su estación y el templo sigue llenándose de feligreses que creen ciegamente en que la Semana Santa es para dedicarla a su objetivo principal.

Y claro: uno que otro sigue parrandeando y celebrando a su manera.

*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.


@HernanLopezAya

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