La Veintitrés

Sin punto final

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María Angélica Aparicio P.*

Era de noche, el cielo se cubría de inmensas nubes después de un día de sol. Caminaba por las calles del norte de la ciudad, que solían alumbrarse, a esas horas, con bombillos de escasa luz. Disfrutaba, pues no hacía el tradicional frío de Bogotá. De mi hombro colgaba una mochila de fique de vivos colores en cuyo fondo guardaba un montón de chocolates. Venía con mis pensamientos, sola, volando mentalmente, feliz de seguir p’alante.

Alcancé la esquina de una calle y, a lo lejos, en el costado siguiente, vi un reguero de cajas. Era una situación inusual encontrar elementos tirados en el suelo. El barrio donde vivía, solía estar con la basura recogida, las plantas sembradas en su lugar, limpio, bien presentado. Pensé que, en ese horario, algo andaba mal, pero no dejé que el miedo me acorralara. Crecía como la chica que estudiaba en el colegio, y como toda preadolescente, me creía la mujer araña, también, la mujer maravilla. Podía contra todo y con todos.

Las cajas se hallaban amontonadas formando una montaña en declive. Debía seguir rumbo a casa, pero el desorden entorpecía la posibilidad. Desaceleré el paso para andar a la velocidad de las tortugas. Cuando me acerqué al primer empaque, un chico de cara sucia y cabellos largos enmarañados, de unos 15 años, salió del interior del mismo. Llevaba puesto una gorra pequeña, desteñida, que apenas cubría su cabeza. Sufrí una especie de parálisis, un susto agudamente endiablado, que me enmudeció de arriba abajo.

En aquél año no existían los recicladores, no se vislumbraba el cambio climático por ninguna zona del planeta, los ladrones se contaban con los dedos. La seguridad era del noventa y ocho por ciento cuando me encontré con ese chico escuálido, metido totalmente entre la caja. Sin embargo, esa noche fue mi descubrimiento, el que me hizo temblar: vi que la pobreza estaba al frente mío, mejor que en las películas, superior a las imágenes de las filminas que se proyectaban en los colegios de entonces.

El muchacho sacó sus brazos, descansándolos sobre las alas de la caja. En tono serio, me pidió dinero. Pensé en la mochila de fique, en el monedero que había adentro. Fui rápida. Le dije que tenía una cosa mejor que el dinero. Así que metí los dedos en la bolsa de chocolates –que estaba abierta– y saqué un puñado de estos dulces, mis favoritos de la época, que se fabricaban con orgullo en el país.

Con sus manos untadas de mugre hizo una especie de poso, mientras clavaba su mirada en mi rostro. Deposité cinco, seis, siete chocolates. El chico miró las golosinas. Sonrió. Dibujó una sonrisa tan espectacular, tan maravillosa fue su expresión de sorpresa, que el corazón se me deshizo en hilos finamente delgados. Frente a mí tenía mi primera escena de madurez: el hambre sí existía, la desigualdad también. No eran baratos inventos, no eran juegos mentales para representar obras de teatro. Sin saberlo, el chico me ponía en mi lugar: encarnaba el imperio de la pobreza.

Unos años después, vi a una persona que detenía a los peatones en una calle del centro de Bogotá. Conversaba con ellos y seguía su camino, en dirección a las montañas orientales. Venía en la misma trayectoria mía, por el mismo andén. Vestía de café: pantalón y camisa. Arrastraba sus zapatos viejos, desvencijados. Desde la acera, alcanzaba a distinguir sus cabellos despeinados, escasos y lisos. Cuando la distancia se acortó, el corazón me hizo un jaque mate: era un niño en la absoluta delgadez.

Calculé que tenía unos diez años. Su ropa y su cara lucían iguales: polvorientas y sucias. Traslucía una infinita tristeza, de esas que no se apagan con la luz del sol, ni con el brillo propio de las estrellas. La escena me erizó. El niño me miró con sus ojos negros. Sonrió con el dibujo de su tristeza. De una tienda, le traje jugos y pan fresco. Los cogió como si llevara cien años esperando esta ración.

Mis inquietudes me transportaron a las revistas y a los periódicos. Ahí, en estos medios impresos, lo vi claramente. La delgadez del chico era el retrato mismo de un niño o niña, –nunca lo supe– víctima de los campos de concentración alemanes. La semejanza no podía ser más exacta. Sus brazos y piernas delgadas, sus cachetes hundidos, sus cabellos cortos, su ropa grande. De nuevo, la pobreza me cogía de frente, produciéndome los rasguños que jamás había sentido. ¿Por qué un niño en estado raquítico paseaba por Bogotá?

En pleno desarrollo del covid 19, me pescó la imagen de un jovencito que, sentado cómodamente en el muro de una casa, movía los pies como el péndulo de un reloj. Tenía la espalda erguida, los brazos desencajados. Parecía no tener fuerzas para los juegos de su edad, ni para desplazarse de calle en calle. Noté la palidez de su rostro, sus ojos cansados. En la noche del siguiente día lo encontré acurrucado, doblado en dos. Comía con ansiedad. Madrugué para ayudarlo con una bolsa de yogures, galletas y pan, pero el destino quiso que nunca lo encontrara.

Como este niño, me tropecé, años después, con dos muchachos de unos catorce años. Por sus facciones, parecían gemelos. Venían por la calle en una mañana del 2021, cerca de los cerros. Estaban sucios, muy delgados; mostraban las miradas apagadas, como bombillos sin corriente. Denotaban agotamiento. Se sentaron en el suelo, apoyando las espaldas en un poste de luz. Aproveché para traerles unas latas de gaseosa heladas. Esbozaron dos sonrisas del tamaño de la barca de Noé. La misma expresión espontánea, placentera, agradecida, del joven de la caja.

¡Dios! Pobreza por todos lados. Y nada que estas escenas terminan con el más grande punto final.

*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.

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