Por HERNÁN LÓPEZ AYA *
Es difícil despedirse. Soy un convencido de que la palabra “despedida” debe ser utilizada, únicamente, para temas de viajes. De esos que generan esperanza de reencontrarse, de divertirse, de conocer o de, simplemente, desear a un amigo buena suerte en algún recorrido o cambio de domicilio.
Siempre queda ese halo de volverse a ver.
Con varias personas cercanas he vivido esa experiencia. Son casi una obviedad si tenemos relaciones con quienes quieren avanzar en sus caminos de vida y buscar, como dice la frase, un mejor futuro.
Hay varios ejemplos. El primero que recuerdo es el del viaje a Barcelona de mi hermana Mónica. Ella, con ganas de comerse el mundo, decidió endeudarse hasta más no poder e irse a hacer una especialización en urbanismo. Como era característico entre nuestro grupo de amistades, la fiesta fue hasta el amanecer, con lágrimas, salsa, merengue y un montón de aguardiente.
En esa época, año 2001, nuestra relación no era la mejor. El día que voló yo estaba trabajando; aproveché que estaba haciendo una reportería y pasé por mi casa, antes de que ella se fuera al aeropuerto. Fue una despedida seca, casi de apretón de manos, que marcó el inicio de un montón de arrepentimientos (de mi parte) y de reflexionar sobre qué tan bien me había portado con ella. El futuro nos dio la oportunidad de mejorar nuestra relación y ahora somos mejores hermanos (eso espero).
El segundo: mi amigo Héctor Prieto decidió junto a Samira, su actual esposa, viajar a Canadá y buscar mejor vida. Pues claro, qué mejor pretexto para organizar paseo de despedida y con él una gran parranda de fin de semana. El destino fue Girardot y todo estuvo maravilloso: buena piscina, buena comida, grandes cantidades de “pola” y muchas risas. Pero hubo algo que marcó el evento: Héctor, el viajero, no fue a la despedida. Para no perder el impulso, mis amigos decidieron viajar y celebrar; y la figura de Héctor fue reemplazada por una papaya, a la que le pintaron ojos y nariz, con un marcador, y que esbozaba una sonrisa de oreja a oreja, también pintadas (la idea fue de Camilo Moreno y del “Chiqui” Garzón). Yo no fui, por azares del destino.
Estas son las divertidas. Pero con el paso del tiempo, la “despedida” también ha representado los viajes sin retorno y la llegada de recuerdos, alegrías, tristezas y arrepentimientos. Y en este plano, no me gusta.
El viernes que pasó, mi mamá cumplió 36 años de muerte. Su “despedida” fue difícil porque, en esa época, la situación familiar no era la mejor. Yo tenía 15 años y mi hermana, 13. Continuamos viviendo en la casa familiar pero solos, con un apoyo de mi papá pero en situaciones diferentes. Y desde ese momento nos tocó asimilar que el futuro no iba a ser fácil.
Por fortuna, el instinto de conservación y las ganas de hacer algo con nuestras vidas nos sacaron adelante. Pasados los días (muchos), las relaciones entre los tres mejoraron; y creo que la imagen de mi mamá nos ayudó a mejorar la situación. Todavía recuerdo su sonrisa, sus chistes flojos y su forma de consentir. Estoy seguro de que se hubiera divertido mucho con sus nietos y los hubiera malcriado hasta más no poder. Ese pensamiento me relaja cuando siento que no está.
¿Y por qué traigo a colación la palabra “despedida”?
Es simple. Un día antes de la conmemoración de muerte de mi mamá, un amigo mexicano perdió a su papá. El hombre se fue de este planeta y mi amigo, lejos de su tierra, lo único que pudo hacer fue aceptarlo con tristeza y dejar los espacios de soledad para llorarlo y recordarlo. Habló con su mamá, quien lo tranquilizó por no estar a su lado y le dijo que su viejo fue consciente de que su hijo estaba ausente por razones importantes. A pesar de la tristeza, de no verlo por una última vez, el hombre logró paz y lo despidió.
Los que se han ido, los que nos faltan no desaparecen. Si bien es cierto que muchos, entre los que me incluyo, no somos asiduos visitantes de cementerios o cenizarios, sí tenemos y preferimos las experiencias vividas como las consecuencias agradables de esas duras “despedidas”.
Antes de la muerte de mi mamá, no pude hablar con ella. Me faltó un montón de cosas por decirle. Ella estaba internada en una clínica, en Bogotá, y yo estaba en el colegio. Al llegar a la funeraria, preferí no verla en el ataúd porque no quise inmortalizarla de esa forma: dentro de un cajón. Para mí es mejor acordarme de sus imprudencias o gritos agudos, o verla en las fotos con su nariz respingada y su menuda figura.
Son estos momentos, los de los recuerdos, cuando la “despedida” sí me gusta. Sé que algún día me volveré a encontrar con ella; y en ese momento confirmaré, nuevamente, por qué esa palabra es sinónimo de regreso.
Mientras tanto, seguiré usándola para ir de viaje o renovar contacto con alguien. Es una gran terapia; me ha servido en ratos de soledad y en los que quisiera dejar la adultez a un lado y las responsabilidades en manos de mi mamá; ella sí que supo resolver todo.
Les sugiero que se “despidan”, pero solo para que haya esperanza de reaparecer; ganas de volverse a ver, de volverse a saludar. Y dejemos que la vida nos marque camino para la partida final. Lo que encierra la palabra en cuestión es, para mí, muy fuerte y recio. Y yo todavía no quiero utilizarla para acabar el ciclo.
Eso sí: la decisión es de cada quien….
@HernanLopezAya
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.