Por CARLOS ALFONSO VELÁSQUEZ*
El progreso es un concepto que indica la existencia de un sentido de mejora en la condición humana. Pero el problema ha estado en lograr un acuerdo en lo que es avanzar hacia esa mejora, para lo cual hay que partir de bases constituidas por conceptos comunes en el campo de la antropología filosófica. Por la ausencia de esas bases, unos han identificado el progreso con el avance del saber y la virtud; otros, con la expansión de la libertad individual, el crecimiento económico y el dominio sobre la naturaleza; otros, con la capacidad de forjar hombres nuevos a través del poder político, etc.
Al publicar su libro “Historia de la idea de progreso”, (1980) el sociólogo Robert Nisbet sostuvo que “…la fe occidental en el progreso se va marchitando rápidamente”. Y acertó, pues hoy día lo que avanza es la convicción –compartida por no pocos progresistas y conservadores– de que la humanidad va de mal en peor. Una sensación de que los cambios socioculturales y la inequidad están erosionando valores sociales medulares. No es coincidencia pues que con frecuencia se hable de un escenario de “incertidumbres crónicas”.
Lo cierto es que han surgido propuestas que buscan reescribir las premisas de lo que se ha solido entender por progreso entre las que está la idea que argumenta la posibilidad de tener al mismo tiempo, no el decrecimiento económico propugnado por varios progresistas, sino el crecimiento económico con respeto al medio ambiente, lo cual ha cuajado como ideal dominante en los países más ricos. Esta idea confluye con el “crecimiento verde” que confía en los avances tecnológicos y la innovación en infraestructuras, para usar de forma más eficiente los recursos disponibles buscando aumentar la riqueza material con el menor impacto posible al medio ambiente. También concurre con lo anterior el recurrir a otras herramientas típicas del “desarrollo sostenible”: los incentivos a las energías renovables, los impuestos a las más contaminantes, los nuevos modelos de negocio, etc.
En fin…, el punto a destacar es que en el trasfondo hay una filosofía de vida que busca cambiar el crecimiento económico y el consumismo por la aspiración a vivir con más sentido, aumentando el espacio para disfrutar los bienes inmateriales de la naturaleza como fuente de gozo estético y de perfeccionamiento espiritual. Pero este núcleo básico de dichas propuestas tiende a veces a mezclarse con planteamientos más o menos utópicos o extremos de varios movimientos progresistas como el feminismo victimista, el ecologismo radical, el veganismo, la sexodiversidad, lo “woke” entre otros. Tendencias ideológicas estas que en realidad no contribuyen a vivir con más sentido.
Para progresar se trata entonces de buscar el crecimiento, no solo económicamente sostenible, sino también en humanidad. ¿Cómo? Conectando la visión de quienes subrayamos la necesidad de equilibrar el tiempo que dedicamos a producir y consumir con el tiempo de cuidado familiar y de descanso edificante. Aquí la idea básica es que no somos unidades de producción autónomas sino seres familiares por naturaleza- hecho eminentemente antropológico (todos somos hijos)- que han de compaginar las obligaciones profesionales con las responsabilidades de crianza, cuidado y formación. Las sociedades contemporáneas urbanizadas, disponen los tiempos para estas cosas de manera muy desequilibrada.
A corregir el desequilibrio ayuda sensiblemente la perspectiva de familia, un mecanismo que incentiva a los poderes públicos a valorar si sus políticas en los distintos ámbitos (educación, fiscal, laboral, transporte…) facilitan e incentivan, o no, la vida en las familias. De esta manera la sociedad sale ganando puesto que mujeres y hombres participan, con igualdad de derechos, tanto en la esfera pública como en la privada. Y en la medida en que le abre más espacio a la cultura del cuidado, contrarresta la del descarte de la ancianidad.
*Coronel en retiro