Por HERNÁN LÓPEZ AYA*
No sé si es más por pereza que por otra cosa, pero seguir practicando un deporte después de cumplir 50 años es, para mí, algo bien difícil.
Tengo clarísimo que hacerlo es importante para la salud. No obstante, siento que al llegar a esta edad ya dan más ganas de quedarse en la casa (leyendo o viendo TV) y no de ir a “molerse” a un campo de juego.
¿Y por qué lo digo?
Pues porque desde mis quince años, a pesar de ser parrandero durante varias décadas y de trasnochar sin pensar en el daño que esto puede hacer, he tenido por costumbre jugar voleibol o fútbol todos los fines de semana.
Y cuando el desempeño personal en estas actividades es medianamente bueno, pues más ganas dan de jugar. Es muy divertido partirse el alma en una cancha y hacerlo con conciencia y buenos o regulares resultados. La cabeza se despeja, las experiencias malas desaparecen (así sea por poco tiempo), y la sensación de triunfar permite comenzar una nueva semana con energía.
Eso me pasaba…
Ahora, es al contrario. Y no lo digo por comenzar triste la semana (el lunes ya se encarga de eso). Cumplí 52 años y mis experiencias deportivas me han dejado varias lesiones que, al pasar de los días, han ocasionado una baja notoria en mis condiciones. Abandoné el fútbol hace, más o menos, dos años, después de que me invitaran a jugar un “cotejito” y yo hubiera creído que podría hacerlo como cuando tenía 20. Ese día salté como loco, corrí como ladrón sin rumbo, me tiré al piso sin ningún problema y fui feliz durante una hora y media.
Pasados cinco minutos del final del encuentro, llegó a mí una sacudida que se reflejó en un absurdo dolor de espalda y que me acompañó durante, casi, dos meses. Y para completar, llegué a la casa, más o menos, caminando en las manos porque el dolor de mis rodillas, que están soportadas por obra y gracia del Espíritu Santo, era insufrible. Sin embargo, me divertí mucho y vi a personas que hace rato no saludaba.
Mis amigos de infancia, que fueron más inteligentes que yo, lo abandonaron a tiempo (la mayoría). Y creo que el punto final de la relación con el campo de fútbol cinco (que ese día fue de ocho), fue un partido que pactamos para “regresar a las canchas”.
Digamos que fue una especie de debut y despedida, con algo de retraso, porque si algo hicimos en la adolescencia fue darle patadas a una pelota.
Por allá en 2008, decidimos alquilar un campo ubicado en el norte de Bogotá, cerca de donde el diablo parquea la moto (es decir, limítrofe con Groenlandia). Lo bueno fue que logramos llegar a tiempo, desde el sur, e iniciar el balompédico sin problemas. Pagamos por 60 minutos de divertimento que, por cuestiones de la vida, terminaron siendo como tres cuartos de hora.
Los primeros 15 ocuparon la atención de todos: intentamos movernos como lo hacíamos años atrás y correr, centrar, cabecear, pasar y patear. En el minuto 16 empezamos a notar un rechazo furibundo por el deporte.
El primero que “sacó la maleta” fue mi primo Gigio. Literalmente, se acostó en la grama después de sentir mareo y problemas para respirar. Sin embargo, le quedó un aire para cuestionarse, fuertemente, el por qué carajos había ido a jugar y para decidir, tajantemente, que ese sería su último día en las canchas. Cinco minutos después, Yeyé, que no había corrido más de 10 metros, pateó el último balón de su carrera y, con sonrisa socarrona, dijo: “no vuelvo a jugar esta vaina”. Camilo desfalleció y vio en las gradas su mejor compañía. Haciendo jarras y mala cara, abandonó el compromiso y se sentó a recuperar la vida. El resto tratamos de darle largas a la cita pero al minuto 40, por mutuo acuerdo, decidimos que el pitazo final sonaría. Yo seguí jugando por varios años más, debajo de los tres palos, pero el momento del retiro tenía que aparecer.
Con el voleibol, que es mi pasión, pasa algo similar. Antes de llegar a Canadá, sacramentalmente, jugaba todos los domingos. Y después me iba a trabajar. Era una gran terapia, que me permitía cumplir con mis tareas de forma fácil y divertida. La vaina era el regreso a la casa: otra vez caminando en las manos; pero me aguantaba porque, en realidad, siempre fui mejor para el volei que para el deporte rey, entonces el sacrificio valía la pena.
En el país del norte, busqué practicarlo como fuera. Encontré la opción pero, para mi cruda realidad, fue muy diferente. No hubo convocatoria constante, el idioma comenzó a ser un problema al igual que los contactos, y pues ya tenía más “mayos” encima. Triste, porque ya no podía hacerlo igual, decidí darme una última oportunidad; y fue el sábado que pasó.
Llegué sin expectativas, con la excusa de hacer algo de deporte por salud y por abonar, al mejor estilo “maradoniano”, una despedida sin necesidad de manchar la pelota. Pero no sucedió. Al contrario: me fue bien. Jugué como en mis buenas épocas (con obvias limitaciones), pero me sentí fuerte, tranquilo, con energía y con las ganas de ampliar mi carrera deportiva por unos años más. Volví a llegar a la casa caminando en las manos (porque no soportaba el dolor y los calambres), pero valió la pena otra vez.
Inmediatamente, mi pensamiento cambió. El deporte después de los 50 no debe ser satanizado, como muchos pretenden hacerlo. Más bien, su forma de practicarlo debe cambiar (por beneficio propio). Y el ejemplo de esto son mis compadres: corren maratones, van al gimnasio, suben el Alto de Patios en bici cada domingo, nadan, llevan sus registros y, para fortalecer y complementar la experiencia, se empacan una comida que cuadruplica, cada fin de semana, el número de calorías que pierden por el arrojo.
Y lo más importante es que dan ejemplo, como mi amigo Carlos Chávez, que monta su “burra no profesional” y le da clases de resistencia y carisma a más de uno, sin despegarse del lote y, al contrario, fugándose como un profesional. Tiene 51.
Toca seguir con el esfuerzo. De verdad, aclara la mente y genera mejor vida, aleja el estrés y permite un reencuentro con esos sueños de infancia, en los que nos vimos, tal vez, pateando un penalti en el Santiago Bernabéu o, en mi caso, bloqueando balones en medio de una Liga de Naciones de Voleibol.
Se prohíbe desfallecer. La hora del retiro, todavía, está lejos…
@HernanLopezAya
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años