Por María Angélica Aparicio P*.
Se fue para las montañas del Himalaya con su equipo de fotografía, su ropa de invierno, su gorra y las botas oscuras que utiliza para escalar las pendientes de esta peligrosa cordillera, originaria de Asia. En su nueva odisea, dejó Colombia por las cimas y laderas del Himalaya, una impresionante montaña que se extiende amplia y sin piedad por varios países fronterizos, buscando los paisajes de nieve más fabulosos de nuestro planeta.
Emilio Aparicio viajó de Colombia al Himalaya con la sonrisa de triunfo que muchos le conocen. Tenía el firme propósito de realizar un curso de montañismo, su pasión, y de hallar vivos, correteando, a los Leopardos de las Nieves, animales que vienen extinguiéndose como una vela a punto de apagarse, en esta cordillera. Se montó en el avión rumbo a Kibber, su destino final, un pueblo montañoso al norte de la India, caracterizado por macizos cubiertos de nieve.
A los pocos días de aterrizar en estos parajes del Himalaya, bajo un frío congelador, vio al Leopardo. El disparador de su máquina de fotografías no cesó mientras el animal le mostraba su pelaje, el tamaño de su cuerpo, los movimientos propios de este felino que, de lejos, constituye un espectáculo en sí mismo. El corazón de Emilio –nombre de este aventurero y fotógrafo colombiano– casi se detiene. Al otro lado de su lente estaba el simbólico animal, desplazándose sobre un terreno helado, con otros Leopardos más.
Emilio calcula que –en 18 años– ha tomado unos dos millones de fotografías en países como Colombia, Nepal, Sri Lanka, Kenia, Egipto, Tailandia, Japón, Arabia Saudita. Ha recorrido zonas de cuatro continentes y los treinta y dos departamentos de Colombia, con el fin de globalizar su trabajo; de analizar contrastes en las costumbres, la naturaleza, las ciudades, los animales, los parques nacionales, los bailes, las vestimentas, los alimentos que se producen y consumen.
Con su poderoso lente y su dron fotográfico ha tomado imágenes de un planeta físico, biodiverso y cultural que, al verlo plasmado en papel, conmueve profundamente. Nevados altísimos, ríos de colores, parques como el Chiribiquete, habitantes de mezclas raciales, monjes tibetanos, osos y yaks, siembras de caña de azúcar en Colombia. Ha conseguido capturar todo tipo de eventos, de medios de transporte, de edificios, de calles que retratan el lujo de las viviendas o la imagen de la pobreza.
En el año 2018 emprendió un viaje increíble al norte de Islandia, en las cercanías del Círculo Polar Ártico, la verdadera cola en el norte del mundo. Vivió una temporada en la ciudad de Akureyri en compañía de una familia de granjeros que criaban vacas. Emilio aprendió del campo y de la ganadería más que los propios manuales que pudo leer para instruirse sobre la dinámica de ordeñar y alimentar el ganado. Aquí se emborrachó de manera platónica –porque no bebe alcohol– con las auroras boreales, que copan el firmamento de esta ciudad en los atardeceres.
Al dejar Islandia, su travesía imparable lo llevó al África. Había estado en Egipto cumpliendo el servicio militar obligatorio, y algo sabía de este vasto y caluroso continente. Durante tres meses vivió en el Distrito de Muranga, en un pueblito llamado Makuyu, en el interior de Kenia. Trabajó como voluntario en una escuela integrada por niños africanos, donde ayudaba con la enseñanza de las matemáticas, el inglés, la historia, la geografía; orientaba los debates sobre la vida y su filosofía; jugaba fútbol con los chicos, imitando escenas de los niños caribeños que aprenden este deporte en Colombia.
Finalmente, terminó en uno de los países que, en el año 2019, lo envolvió con su encanto y sus animosos espacios físicos: la India. Viajó por Manali, Varanasi, Nueva Delhi, Jaisalmer, Calcuta, y otros fantásticos lugares que conforman este gigantesco y poblado país de Asia. Las recorrió a pie y en bus, fotografiando los más inverosímiles detalles de la vida de sus habitantes, especialmente donde había jolgorio, música, procesiones, fuego y ruido. Congeló escenas de la multitud, orando con sus tradicionales túnicas, maquillaje, turbantes y joyas.
En la India tuvo la oportunidad de abordar los famosos trenes que transitan por el país desde 1853. Trenes con vagones atiborrados de gente que, según Emilio, son “la locura”. El tren representa “un mundo con historias, tiempos, vagones y clases sociales”, donde el turista, atónito, percibe cómo “es vivir en masa”, cómo es perder la individualidad para ser parte de un conjunto dinámico, que funciona armoniosamente, que hace vibrar, a plenitud, todos los sentidos.
Al descender del Himalaya, ingresó al interior de la India en su segunda visita a esta nación, un inmenso territorio donde la gente coexiste entre la riqueza y la pobreza, el orden y el desbarajuste, la ignorancia y el progreso. Pero, aun así, se maravilla con su gente, sus escenarios, las inéditas curiosidades que se presentan en el día a día.
Emilio describe con pasión sus gratas experiencias en este país, el descubrimiento que ha hecho de las creencias religiosas de los indios, esa esencia espiritual que los cubre a todos como un manto sagrado, permitiéndoles –según dice– “sonreír y agradecer todo el tiempo”. Además de la espiritualidad, profunda y real, el indio “quiere saber todo” con tal devoción –explica– que a veces se vuelve “intenso”. “Quiere estar enterado de lo que pasa”, cesando su parloteo cuando saborea y procesa las nuevas noticias, que lo conectan con el aleteo permanente en que vive y se mueve el mundo de hoy.
*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.