Ágatha y Maracuyá

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Por HERNÁN LÓPEZ AYA*

Dicen los expertos en el tema que tener una mascota en casa “disminuye el estrés y la sensación de soledad, mejora la salud del corazón e, incluso, ayuda a los niños con sus habilidades emocionales y sociales”.

Vamos a ver…

Luego de leer este concepto, comencé a buscar en el anaquel de los recuerdos y llegaron a mi mente cuatro nombres: Kiko, Ramírez, Chamán y Horacio. Cuatro seres que han sido especiales en mi vida, a pesar de que mi relación con ellos no fue tan sencilla porque nunca fui el mejor cuidador de animales en casa.

Kiko fue mi primera mascota. Fue un cocker spaniel de color dorado que nos compró mi papá. Cuando llegó a la casa, yo tenía siete años. Fue el consentido de mi mamá y el terror de nosotros porque, seguramente por estar muy pequeños, no aprendimos a consentirlo ni a tenerle paciencia. No obstante, hicimos el esfuerzo, entendimos sus rabietas y lo quisimos mucho. Por desgracia, después de ocho años de convivencia, adquirió un virus y un veterinario recomendó aplicarle una inyección para que durmiera por siempre. Fue triste, pero más para mi mamá, porque se convirtió en una de sus grandes compañías.

Años después, Ramírez llegó a la casa. Fue un basset griffon que le regalaron a mi hermana Mónica. Literalmente, fue un terremoto. Para mí fue una dualidad: se dejaba consentir pero no se quedaba quieto. Acabó con la parte inferior de la cocina integral de la casa. Por sus características, el animalito necesitaba desfogar sus energías y, en realidad, no lo dejábamos salir mucho a la calle por miedo a que le pasara algo. En una acertada decisión (para él), mi hermana lo llevó a una finca ubicada en un pueblo cercano a Bogotá.

El siguiente fue Chamán; si mal no recuerdo, el nombre lo sugirió mi primo Gigio. Fue un labrador negro, querendón, simpatiquísimo, que se dejaba consentir de todo el mundo y que, al mejor estilo de la milicia, le hacía estricto caso a los llamados de mi hermana. A mí, me “mamaba gallo”. Cuando hacia pilatunas, mi hermana lo regañaba y él se achantaba. Su forma de pedir perdón era esconderse detrás de la puerta de la cocina y hacerle “ojitos”, hasta que lograba que ella lo llamara y le pidiera un abrazo. Él, ni corto ni perezoso, se lanzaba a sus brazos, la abrazaba y le lamía las orejas. En la época de Chamán, nuestra casa fue la de las fiestas del barrio; y el animalito siempre estuvo en esos ratos de ocio.

Tres perros que marcaron nuestras vidas; en mi caso fue difícil, porque nunca me enseñaron a comprenderlos o convivir con ellos de la mejor manera. Por eso, siempre tuvieron mejores relaciones con mi hermana.

Y el cuarto fue Horacio, un caso especial. Y digo el cuarto, porque fue el cuarto animal pero no el cuarto perro. Es un gato brasilero que vive en Bogotá, con mi cuñado y mis suegros. Horacio se convirtió en mi gran compañía en época de pandemia, mientras que mi esposa trabajaba en Ibagué. Me acompañaba en el teletrabajo, acostado en una silla del comedor. Me peleaba mucho y yo le contestaba. Pero, a pesar de nuestras discusiones, estuvimos juntos mucho tiempo. Dormía siempre a los pies de mi cama, sobre una cobija que tenía para que ahí dejara el pelaje que le sobraba. Por cuestiones de la migración, él se quedó el país. Además, ya estaba muy acostumbrado a la casa en la que estábamos, a sus acompañantes y, pues, no es un adolescente. Tomamos la decisión para respetarle sus maneras de vida. Está feliz. 

Y yo aprendí.

Aprendí que son maravillosas compañías, a su manera, pero grandiosas. Que nos hacen pensar, sentir diferente y darnos cuenta de que se puede convivir con ellos sin necesidad de malcriarlos o consentirlos en exceso; o humanizarlos, como muchas personas hacen.

Aprovechando que ya tenía la lección y derrotado por una estrategia de manipulación (bien intencionada) y bien lograda, de manos de una experta en el tema, les abrí las puertas a Ágata y Maracuyá.

Ellas son dos gatas que adoptamos para que nos hicieran compañía en estas frías tierras. La primera es gris y la segunda tiene manchitas. La primera es más juguetona que la segunda; la segunda no es tan querendona como la primera, pero cuando están juntas se sienten bien. Y desde el primer momento, la sensación de tranquilidad llegó a nuestra casa. Eso lo sentimos tan pronto comenzaron a recorrer, sin sentido, los sitios del lugar.

¡Son dos hermanas con un nuevo hogar!

Sentimos que nos están dando la oportunidad de ser más felices. Y creo que las vamos a disfrutar mucho. Somos conscientes de la obligación que adquirimos y de que debemos cuidarlas y respetarlas. Nos convertiremos, también, en su compañía y en sus cuidadores. 

Adoptar es una responsabilidad, no una moda. Y estos animalitos, literalmente, estarán en las buenas y en las malas. No son un instrumento para pasar el tiempo, que se dejan amarrados en la silla de un parque o en un campo desolado cuando nos aburrimos de tenerlos a nuestro lado. 

Hoy comienza una nueva etapa. Y ojalá sea una gran etapa, como las que hemos vivido y seguimos viviendo en compañía de mis hijas, mi nieto, mis hermanas, mi hermano, nuestros viejos, mis cuñados, las abuelas, mis amigos de alma, en fin… 

No existe nada más satisfactorio que recibir alegría, así sea a punta de maullidos.

¡Bienvenidas, Ágatha y Maracuyá!

@HernanLopezAya

*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años

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