Por Coronel (r) CARLOS ALFONSO VELÁSQUEZ
Debido a las tendencias a la disgregación que se observan en las sociedades occidentales- incluyendo, claro está, la colombiana-, con efectos tales como la polarización y la crispación políticas, hoy son frecuentes los artículos y libros sobre la decadencia y el riesgo de muerte de las democracias y las amenazas de los populismos. Sin embargo, en la mayoría de los autores se mantiene un consenso en cuanto que es necesario salvar la democracia, pero no coinciden en cómo hacerlo.
De cualquier manera, hace falta encontrar el modo de evitar que cualquier reajuste o nuevo sistema que pudiera reemplazar la democracia liberal, destruyera la libertad, que es su concepto básico, aunque su pasión básica sea la igualdad. Y a la vez dejar de lado la utopía igualitarista- que acaba en estatista y totalitaria- para entender la igualdad como justicia, atención al bien común y solidaridad. Lo cierto es que, por primera vez, empieza a sospecharse que el paradigma democrático está llegando a su límite, y que por tanto se pide un cambio de paradigma, pero en este cambio no está la raíz del problema.
Cambiando el paradigma se podría morigerar la tendencia a la disgregación mas no detenerla, pues la raíz del problema está en que nos hemos ido quedando sin un acervo de valores compartidos. Y toda sociedad que aspire a mantenerse en la existencia y a superar la disgregación debe lograr un consenso básico de sus miembros en torno a unos valores fundamentales. De aquí se deriva el “Acuerdo sobre lo Fundamental” del que tanto habló Álvaro Gómez H. Es que, si falta ese acuerdo en lo esencial, no hay razones para continuar juntos y la convivencia se interrumpe, sea de modo pacífico- quedando solo la coexistencia- o violento.
Alguien dirá ¿la democracia y los derechos humanos no constituyen parte de ese depósito de valores? La respuesta es no, porque la primera más que un valor es un cúmulo de procedimientos. Y sobre los derechos humanos, como no están sólidamente fundamentados, desde que se creó la actual Corte Constitucional se han presentado ante esta, no todas, pero sí varias demandas para tutelar derechos individuales que en el fondo son más bien “derechos individualistas”, es decir aquellos que se pretenden ejercer sin tener en mente el impacto sobre la sociedad, como es el caso de la despenalización del aborto que para un considerable número de personas, trasmutó en “derecho al aborto” por vacíos en su formación moral.
Dicho lo anterior y volviendo a auscultar la raíz del problema de la democracia hay que decir que no podemos exigir una transformación profunda en la sociedad si no estamos dispuestos a cuestionarnos y transformarnos primero a nosotros mismos. Vivimos en tiempos de protesta. Las calles, las redes y los espacios públicos se llenan de reclamos: pedimos gobiernos con autoridad moral, más sensatos y justos, menos corrupción, más igualdad de oportunidades para la gente del común honesta antes que para los ex delincuentes, menos propuestas impactantes, pero polarizantes por estar fuera de la realidad, como la de una papeleta para votar por una “asamblea constituyente”. Y es necesario y justo hacerlo como en nuestro caso respecto al gobierno Petro.
Sin embargo, en medio de ese clamor, solemos olvidar un elemento crucial para cualquier verdadero cambio social: la transformación comienza en el interior de cada persona. Señalar a los políticos, a las élites o a los poderosos es fácil. Pero resulta mucho más incómodo mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿qué tanto contribuimos nosotros, con nuestras pequeñas acciones o silencios, a perpetuar los mismos problemas que criticamos? ¿Con qué autoridad moral exigimos honestidad, si normalizamos pequeñas trampas en lo cotidiano? ¿Cómo pedimos respeto e inclusión si seguimos alimentando prejuicios en nuestras conversaciones privadas? ¿Queremos justicia, pero realmente estamos dispuestos a ser justos en nuestras relaciones y en nuestras decisiones? La transformación social no ocurre por arte de magia, ni solo con marchas, elecciones o leyes. Los cambios duraderos requieren algo más profundo: coherencia. Y esa coherencia empieza en lo personal.
No se trata de soslayar la responsabilidad de quienes detentan el poder. Gobernantes, legisladores, jueces y líderes sociales deben rendir cuentas y responder a las demandas ciudadanas. Pero los verdaderos avances no se sostienen solo desde las instituciones. Necesitan una ciudadanía comprometida, coherente y consciente de su rol transformador. No podemos pretender sociedades más éticas sin cultivar la ética en nuestro diario vivir. No habrá mayor igualdad si no combatimos nuestros propios prejuicios. No alcanzaremos una democracia sólida si no participamos de manera informada y responsable.
El cambio social es una tarea común. Pero esa tarea empieza en lo individual. Porque un pueblo que exige, pero no se transforma, tiende a repetir los mismos errores que critica. Y porque ningún líder, por más carismático que sea, podrá construir una sociedad diferente si no encuentra ciudadanos dispuestos a ser parte activa del cambio, desde su conducta y sus valores. Porque exigir es necesario, pero transformarse es indispensable.
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