Por MARÍA ANGÉLICA APARICIO P.*
Samuel me pregunta si puedo imaginar un castillo. Cierro los ojos y lo proyecto. Le respondo que puedo explicarle a modo de cuento algunas características de su historia. Aplaude mi comentario. Trae su butaca y se sienta cerca. Sonríe con sus labios mojados de agua. Luego inmuta el rostro a modo de hacer un silencio profundo. Quiere escucharlo todo para después armar su propio rompecabezas, uno de su edad.
Me remonto al medioevo y recuerdo castillos desparramados por Escocia, Francia, Alemania, Luxemburgo, España, Gales. Se construyeron para vivir, y como estrategia de defensa contra los enemigos más feroces. Algunos se protegieron con murallas de piedra, altas y gruesas que, además, delineaban el terreno. Otros castillos se rodearon de un foso, angosto y profundo, que impedía el paso al interior de las fortalezas y que asustaba: los caimanes que pululaban dentro del agua, asomaban sus cabezas en tono amenazante.
Para levantar muros, paredes, recámaras, torres, escaleras, capillas y salones, se necesitó un séquito de trabajadores, uno numeroso, entre obreros, carpinteros, mamposteros y herreros. Hasta los artesanos que dominaban el manejo de la madera, hicieron parte de este selecto grupo de varones que supo interpretar las ideas del rey gobernante.
Los castillos invadieron a Europa desde la época antigua. Se construyeron como residencia de la realeza, la nobleza, el clero católico y aquellos burgueses que lograron una fortuna considerable. Muchos se hicieron con la plata de los impuestos que pagaba el pueblo. Otros, fueron producto de fortunas personales trabajadas con honradez, que invadieron valles, zonas planas y montañas del continente, siendo escenario de eventos sociales, cacería de animales, escándalos, fiestas eternas.
Francia se volvió un país de castillos cuando el rey Francisco I decidió levantarlos como un impulso a la arquitectura renacentista de la Edad Media. En las regiones del Loira, en Alsacia y en Occitania –centro, oriente y sur del país– quedaron erigidos los mejores, los que son de interminable visita, los que representan el patrimonio de la humanidad, y conservan, como algo invaluable, los tesoros de Francia.
El rey Francisco I ordenó que se hiciera el magnífico castillo de Chambord. Con ideas claras y un equipo de arquitectos e ingenieros italianos y franceses, comenzó a dirigir el trabajo, como tarea principal de sus quehaceres diarios. Fue minucioso, observador y exigente en su función de supervisar la construcción de este fenomenal castillo ubicado en el Loira, en un terreno enorme, pantanoso, cerca al río Cosson.
Chambord está compuesto de un edificio central de forma cuadrada, adornado por cuatro torres de gran altura. Comprende varias hectáreas de tierra para la agricultura, y prados especiales donde se refugian los animales de caza. Un gran espacio de agua rodea el castillo, dándole ese toque señorial que tanto enmudece. El rey Francisco utilizó el lugar, en determinadas épocas del año, como un sitio de caza que resultaba exquisito, sublime y tranquilo.
Ver el conjunto desde afuera, quita los dolores de cabeza, las amarguras más inhumanas. La obra es la imagen del poder y la elegancia de la etapa renacentista italiana. Los ojos, el olfato y los demás sentidos quedan inmóviles al poner el cuerpo en una de las seis entradas de acceso, y luego pasar, al amplio patio frontal, custodiado por sus torres de esquina. Desde aquí se admiran los techos, las ventanas, las paredes de piedra, las columnas, su tamaño descomunal, antes de cruzar más de cuatrocientas habitaciones situadas en el interior.
Tras la muerte del rey Francisco I, ningún otro rey o señor de la aristocracia, le dio importancia a este castillo majestuoso. Quedó en el silencio, en el olvido, triste e inhabitable, durante más de un siglo. Cuando el turno de gobernar le llegó al rey Luis XIV, –monarca de Francia– éste recorrió las habitaciones. Se enloqueció tanto con los ambientes que allí encontró, que tomó Chambord como su morada predilecta.
Francia es también la sede de otro fabuloso complejo: el castillo de Chenonceau, un museo visitado por cientos de turistas nacionales y extranjeros, localizado en el Loira. En otros tiempos, era la residencia de una familia feudal, que la había levantado entre el agua, en el cauce del río Cher, a unos cuantos kilómetros de París.
Como pocos en el mundo, Chenonceau estuvo relacionado con la historia de bonitas e importantes damas, quienes dieron orden –en su momento– de añadir emplazamientos nuevos a la residencia. Otras mujeres fueron propietarias que decidieron ponerlo en venta. Algunas ocuparon sus aposentos para recibir a grandes filósofos de la Ilustración, y armar los fiestones ruidosos e inacabables, propios de la época.
La fachada externa del castillo, los jardines con su desfile de rosas, los techos puntiagudos de las torres, el puente sobre el río, parecen de lejos, un dibujo realizado a mano. Pero la imagen real es la de una elegante construcción del renacimiento, con el toque femenino de las francesas que lo tuvieron. Hoy se encuentra decorado con pinturas, chimeneas, camas con dosel, tapices del siglo XVI y muebles que hacen imaginar, al embobado visitante, cómo sería la vida en estas magníficas salas cuando se hallaba habitado con todo jolgorio y ruido de música.
En los sótanos, puede apreciarse la cocina –de estilo medieval– con su pincelada más femenina que varonil. Los ojos del visitante, por suerte, pueden gozar con las ollas de cobre colgadas en las paredes, los sartenes, las garrafas de hierro, los cántaros de barro, las tablas de madera para cortar verduras, y las fabulosas estufas de hierro, verdaderas reliquias que se han extinguido en el mundo por su peso y uso del carbón, que se usaban en la cocción de los alimentos.
Chenonceau es hoy un paraíso que nos devuelve, a franceses y americanos, a una etapa de gran crecimiento en materia de arte y decoración.
*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.