Por HERNÁN LÓPEZ AYA*
Definitivamente no somos el país más feliz del mundo, como algún estudio lo dijo. Por el contrario: pareciera que a esta tierra le encanta “echar pa’ atrás”. Parece que vivir en un eterno “conflicto armado interno” nos gustara, al punto de que las muertes de cientos de personas (generadas por la violencia, la intolerancia y la ambición de poder), o el desplazamiento de cientos que tuvieron que salir corriendo por los efectos de esta “guerra inútil,” se convirtieran con el pasar de los días, en una especie de paisaje.
Se nos volvió normal ver en los noticieros un atraco, una violación, un ataque a un pueblo, un carro bomba, un maltrato, una extorsión, una captura, una muerte.
Sin necesidad de un extenso análisis, puedo concluir que Colombia retrocedió 36 años “el casete de su historia”, el pasado 7 de junio, cuando atentaron contra Miguel Uribe Turbay en un parque del occidente de Bogotá.
Qué momento tan amargo…
Cuando me enteré del ataque, sentí un corrientazo desde la coronilla hasta el dedo pequeño del pie derecho. Y mientras que la corriente fluía hacia el piso, por mi cabeza pasaron (como unos destellos), varios momentos violentos y cruciales para el país. Algunos los viví por cercanía geográfica o de época; y otros, por mi trabajo como periodista.
La primera imagen que llegó (la fuente de energía que generó la chispa), fue la de un escolta lanzándose al piso de una tarima, después de escuchar la ráfaga de la Mini Uzi Atlanta con la que Jaime Rueda Rocha asesinó a Luis Carlos Galán, el 18 de agosto de 1989.
Hace dos meses, nuevamente, las balas se les atravesaron a las ideas; y otra vez me tocó vivir el momento (similar al de hace años). También, aparecieron otros recuerdos como los asesinatos de Bernardo Jaramillo o Jaime Pardo; o los de Rodrigo Lara Bonilla, el coronel Valdemar Franklin Quintero, Andrés Escobar, Jaime Garzón o el de las 110 personas del avión de Avianca.
Sin superar la tristeza por el final abrupto de las ideas, a manos de los violentos, esta semana la ruleta de la intolerancia giró de nuevo y la esfera cayó en el cuadro rojo de la violencia. En Cali, un carro bomba acabó con la vida de seis personas y dejó heridas a 50; en Amalfi (Antioquia), un helicóptero de la Policía fue derribado; 12 uniformados murieron. Y en Florencia, Caquetá, otra bomba explotó, a una cuadra de la Alcaldía. Por fortuna, no hubo heridos.
Es un momento alarmante el que vive el país; y me atrevería a decir que es nuevo, para quienes nacieron en el siglo 21, sin afirmar que lo sucedido no los hubiera afectado. Hubo una reacción fuerte y exigente, que dejó en claro que no están dispuestos a volver a lo mismo y que evitarlo está en sus manos.
(A volver a lo mismo…)
Por desgracia, lo hicimos. Volvimos. Y hay indignación.
Quienes nacimos en los años 70 u 80 también nos indignamos por lo ocurrido en esta semana. Pero, en esos años, creería que “reaccionar” fue más difícil. La violencia nos mitigó, nos redujo, nos acostumbró a que un burro bomba o una bicicleta bomba fueran casi normales, periódicos; a que un ataque a una población se viera como una mala película de acción, esperando a que un virtuoso rescatara a los habitantes. Creo que perdimos el miedo a estar cerca de estas situaciones riesgosas, porque su cotidianidad nos arruinó.
Y acá está el ejemplo de esto que, para mí, es el más disiente:
El 6 de noviembre de 1985, a 10 días de terminar mi segundo año de bachillerato y salir a vacaciones, el centro de Bogotá se conmocionó. A 13 cuadras del San Bernardo de La Salle, colegio en el que estudiaba y al que llegaba en transporte público, los estallidos y las sirenas fueron la constante. La jornada escolar terminó temprano por “temas de seguridad” (eso fue lo que nos dijeron).
Muy chismoso, con varios amigos decidimos averiguar el porqué de la decisión. Era, nada menos, que la toma del Palacio de Justicia, por parte del M-19. Nos pareció “normal” acercarnos al lugar. Caminamos por la carrera Décima hacia la Plaza de Bolívar y llegamos hasta ese primer anillo de seguridad, símbolo momentáneo de la gravedad del asunto. Hicimos preguntas, miramos reacciones y opinamos. Acto seguido, nos fuimos para nuestras casas y al otro día, otra vez en transporte público, regresamos a presentar exámenes finales, como si nada hubiera pasado.
Años después, la mal llamada “normalidad” continuó con ataques como la bomba del DAS, la bomba en el Centro 93, cientos de asesinatos de policías, tomas guerrilleras como la de Mitú o masacres como la de El Aro. Le perdimos el miedo a la injusticia; pero no porque la estuviéramos combatiendo. Se volvió parte de nuestras vidas y nos invadió, sin escrúpulos, sin vergüenza. Se volvió casi reglamentaria.
Ya nos hemos lamentado bastante. Y debemos seguir perdiéndolo, pero por el bienestar de todos, con argumentos de verdad. Escribir esta “meta ideal” es fácil; plantearla en el computador o a mano, es sencillo. Pero, en realidad, debemos hacer “algo” ya, para que estas situaciones desestabilizadoras y agobiantes no sigan ocurriendo.
Vuelvo e insisto: el próximo año podremos cambiar el rumbo del país. Votando a conciencia, podremos seguir dando la pelea; podremos mejorar nuestra situación, podremos decirles a los violentos que no estamos dispuestos a soportar más agresiones y salvajismo, disfrazados de ideologías políticas.
No hay que desanimarse (aunque sé que es difícil). Más bien, debemos unirnos, aprovechar lo que tengamos a mano y cambiarle la cara a la situación, al país, por el bienestar de todos. Y que ese “paisaje violento” desaparezca.
Salgamos y votemos, sin miedo. Será nuestra principal estrategia.
* Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.
@HernanLopezAya