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El cambio de hora 

Desde hoy mi reloj tiene un funcionamiento adelantado. Y no es mi reloj biológico. Ese, hace rato, está descuadrado, o más bien, descuadrando todo lo que quiero o aspiro a dormir, delimitando las placenteras jornadas, dejándome de pie a tempranas horas del día y sin que tenga que hacerlo.

Conclusión: entró la vejez.

Y es normal. Lo que no, es que le adelanten a uno una hora de la vida, sin ser consultado. Suena enredado pero es real. 

Hoy me levanté con un lapso de 3600 segundos menos de vida; sin disfrutarlos, que se pasaron “por debajo de las piernas” y no me di cuenta, no los sentí. Sesenta minutos que, la verdad, no sé si los aproveché “en brazos de Morfeo” o los ignoré. 

En varios países del mundo, incluido en el que vivo, ad portas de la primavera las autoridades deciden adelantar el reloj, para que la medida sea efectiva.

¿Pero efectiva en qué?

Dicen los expertos que, en un principio, fue tomada para que la vida en épocas de primavera y verano fuera “más provechosa”. Para que los días puedan ser más productivos, que los ingresos a la industria mejoren, que haya ahorro de energía, que haya más tiempo para hacer deporte, que los accidentes de tránsito bajen, que las ventas suban.

No obstante, la idea también tiene sus contras: que para los agricultores su trabajo es menos valioso, que la economía decrece, que las audiencias de los programas de televisión en horario “prime time” disminuyen, que los autocines tienen menos visitas, que la venta de acciones baja, que hay falta de coordinación en las reuniones por culpa del reloj, que los computadores deben ser reiniciados.

Pues a mí ya me tocó ese recorte. Y se me han embolatado varias horas de vida por la medida (y por innumerables momentos de irresponsabilidad). Recuerdo bien una temporada de reducción que los colombianos enfrentamos, sin tener que convivir con estaciones climáticas.

Esta etapa de nuestras vidas se llamó “La hora Gaviria”. Y esas tres palabras entrecomilladas se convirtieron en el sinónimo de un agotador periodo conocido como “El Apagón”.

Recordemos un tris:

Un día de marzo de 1992, después de regresar de la universidad (en mi caso), la esperanza se acabó. ¿Pero cuál esperanza?  La de, luego de poner un pie en mi casa, botar la maleta lejos y sentarme a perder el tiempo, productivamente, frente al televisor. En palabras menos castizas: nos jodimos porque no había luz.

En ese año, el país vivía una dura temporada generada por el fenómeno del niño, el bajo nivel de los embalses, el retraso y sobrecostos del megaproyecto hidroeléctrico de El Guavio, la devaluación del peso y problemas de la empresa dedicada al transporte eléctrico. 

Hubo cortes de, hasta nueve horas, en Bogotá; de diez horas en seis departamentos de la Costa Atlántica; y de hasta 18 horas en San Andrés y Providencia.

Como la cosa estaba difícil, al ministro de Comercio de la época (Juan Manuel Santos) se le ocurrió “adelantar el reloj” una hora para aprovechar la luz del día. De ahí el nombre de la medida, referenciado líneas atrás.

Como no íbamos a dejar de perder el tiempo, con éxito irrefutable, mis amigos y yo decidimos, al mejor estilo de Luis Carlos Galán, darle la vuelta al discurso y aprovechar la coyuntura. 

Para “El Apagón”, decidimos desempolvar un par de tableros de ajedrez que teníamos, echar mano de un juego de “Risk” que pertenecía a uno de nosotros, rescatar las barajas de póker para darles un buen uso y armar, a punta de vela, un rompecabezas de mil piezas de una campiña suiza que tenía, como particularidad, un cielo azul parejo con una ausencia suprema de nubes y ni un rastro de algo que nos sirviera de referencia para comenzar a cumplir con su armado.

Además, hicimos “vaca” y compramos mucho café, porque tomar “trago” a esa hora no nos permitiría concentrarnos y la vaina se nos volvería fiesta. En esa temporada, nuestro amigo Yeyé nos demostró que era imbatible en el juego de las blancas y las negras, que a pesar de la oscuridad pudimos reconocer las cartas marcadas de las barajas que usamos; que Pablo (dueño del rompecabezas), aprovechó la oportunidad para estrenar ese juego que tenía guardado desde hace varios años, que mi hermana Mónica era una “tesa” haciendo café y que la amistad sólida, por más etapas oscuras y lúgubres que enfrente, siempre saldrá a flote. 

El racionamiento terminó en enero de 1993.

Entonces, si bien muchos segundos de la vida se pasan sin darnos cuenta, un cambio más de hora, simplemente, hará parte de la cotidianidad. Me tocará madrugar más y acostarme más temprano; o trasnocharme para ver algún partido de fútbol, si los horarios se cruzan. 

O ponerle mejor cara a la medida y aprovechar más la luz del día. En Colombia no existe ese problema; pero para los colombianos que estamos fuera del país, esos cambios, de una u otra forma, afectan la normalidad (así sea en menor escala). 
Y créanme: ver amanecer a las 4:30 de la mañana, y oscurecer a las 8:30 de la noche, es bien raro. Por lo pronto, y gracias a la tecnología, el reloj de mi celular cambió y la alarma se activó a la hora programada. Lo que significa que podré llegar a tiempo al trabajo, sin arriesgarme a un regaño.

Vamos a ver cómo me recibe la primavera y sus madrugadas soleadas… 
@HernanLopezAya

*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años

Columna de opinión

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