Por Juan Manuel Galán
La moral en Latinoamérica está atravesando un incendio simbólico. La reciente fuga de José Adolfo Macías Villamar, conocido como “Fito”, de la Penitenciaría del Litoral en Guayaquil, se ha convertido en un reflejo tangible de la crisis moral que hemos llegado a normalizar en nuestra región. Líder del cartel “Los Choneros”, su huída resuena con la de figuras históricas como Pablo Escobar de La Catedral, y Joaquín «el Chapo» Guzmán de Puente Grande y El Altiplano. De manera similar, Al Capone disfrutó de cierta popularidad en su auge, representando para un sector de la sociedad un tipo de Robin Hood moderno o un proveedor de sustancias recreativas prohibidas.
Los periodos de violencia e inestabilidad político-social han llevado a la normalización de la corrupción y al enriquecimiento de quienes se benefician del prohibicionismo y del temor a interferir en sus negocios. En los años 80, los conflictos armados internos en El Salvador, Guatemala, Nicaragua y Colombia, así como la represión militar en regímenes autoritarios de Argentina, Chile y Brasil, proporcionaron un ambiente propicio para el narcotráfico, dejando un legado de violencia impreso en la psique latinoamericana.
Tanto en los 80 como en los años 30, el narcotráfico ha florecido bajo la prohibición de sustancias psicoactivas, independientemente de si generan dependencia física, como el alcohol, o no, como la marihuana. Este es el terreno fértil para el crimen organizado, que necesita estructuras para la producción, transporte y distribución ilegales. Los mafiosos, aprovechando condiciones culturales como la desigualdad o la discriminación étnica, forman sus redes de operarios, negociantes y líderes.
En el mundo del derecho, la ley no siempre refleja la realidad. La interacción entre la sociedad y el crimen organizado conduce a la normalización de actividades ilegales, a menudo bajo presiones internacionales. Por su impacto económico, las organizaciones criminales se infiltran en todos los estratos de la sociedad, aunque de diferentes maneras. No es lo mismo ser un embajador colombiano con una finca de cocaína que un sicario en Soacha, aunque ambas acciones sean reprochables tanto jurídica como moralmente.
En las décadas de 1930, 1980 y hoy, este modus operandi implica influencia política y policial, como lo demuestran los casos de Santofimio y Maza Márquez. La violencia, por sí sola, no es suficiente; se necesita también el apoyo de la cultura popular para idealizar al gánster como un rebelde carismático. No es casualidad que artistas populares en Latinoamérica, como Peso Pluma, Los Tigres del Norte o Arcángel, hagan apología del narcotráfico.
La situación actual, con figuras como «Fito» Macías, nos obliga a reflexionar y aprender de la historia para no repetir los errores que perpetúan este ciclo vicioso de criminalidad. Su fuga ha catalizado la violencia en Ecuador, recordando a los sucesos de los años 80, y se teme una réplica en Colombia, donde la economía se ha sostenido en gran medida por el narcotráfico. Es inaudito no solo su escape, sino también la evidencia de sus privilegios en prisión y su estatus casi de culto, reflejando una crisis moral donde se idolatra a los criminales. Un primer paso necesario es regular el uso adulto e informado del cannabis.