La Veintitrés

El fin de una sede

Compartir en redes sociales

Por Hernán López Aya*

Esta fue una especie de logia; un lugar especial, sin necesidad de hacer parte de la Masonería. Y mucho menos, un lugar oculto o misterioso. Por el contrario: estuvo, siempre a la vista de todos. O mejor, de las personas que caminaron por ese lugar y lo vieron, de reojo o fijamente.

Para revelar a qué espacio me refiero debo, primero, contar una pequeña historia. Cuando nos hicimos amigos, desde la adolescencia, mis compadres y yo decidimos hacer parte de un grupo llamado “La Oficina”. Vivimos varios años en el barrio Américas Occidental (primer sector), ubicado en la localidad Kennedy, suroccidente de Bogotá. Este grupo fue encabezado por los hermanos mayores de algunos de mis amigos.

Desde este punto, hubo derivaciones; es decir, las edades se fueron agrupando y creando otros círculos. De ahí que existan La Oficina Grande, la Mediana y la Pequeña, a la que yo pertenezco. Sumados sus integrantes, los tres grupúsculos están integrados por 35 personas, aproximadamente.

Es simple: un día, los vagos de la Grande decidieron tomarse una de las esquinas del barrio para reunirse y pasar los ratos. Un antejardín grande, sin rejas o barras. Simplemente, una larga tira de ladrillos pintada de verde y blanco. Al sitio decidieron bautizarlo de esa manera, ya que cada vez que se preguntaban ¿dónde nos vemos?, todos contestaban: “en La Oficina”.

Sí. Ese era el sitio de trabajo de esos adolescentes ochenteros que cimentaron las bases de lo que prevalece por más de 30 años.

Nosotros, los de la Pequeña, en nuestro afán independentista (y ya reconocidos con el mismo nombre) decidimos tener nuestra sucursal y demostrar que podríamos hacerlo sin ayuda. Con precaución y de “a poquitos” nos tomamos la esquina occidental de la calle 3b que, coincidencialmente, también estuvo pintada de verde y blanco. 

Ese fue nuestro sofá. Un muro duro y frío que nos acogió por infinidad de noches, tardes y fines de semana. Esa muralla pequeña hizo parte de la casa de Fernando Barreto, uno de los integrantes de la Grande. Pero, ¿por qué ese muro en especial? Pues porque quedaba a tres casas de la mía y era el único, en esa cuadra, que nos daba la posibilidad de sentarnos e invadir.

Lo vivido en esos cinco metros cuadrados durante años permanece, sin temor a equivocarme, en el imaginario colectivo de esa calle y sus habitantes. Y sobre todo, duró tortuosos años en la memoria de doña Fabiola, la mamá de Barreto, quien nos soportó durante cerca de dos décadas y fue testigo auditivo de todos los errores y aciertos que tuvimos siendo parte de la barriada.

Por ejemplo, en primera fila, fue espectadora de la vez que la mamá del “ojón” Chávez llegó a buscarlo. Y él, aprovechando la altura del muro, supo mimetizarse a la perfección. El intento duró tres segundos porque ella, que no tiene nada de tonta, lo descubrió. Chávez, ágilmente, emprendió la huida y su mamá, con garrote en mano, salió a perseguirlo.

Y también se dio cuenta de cómo sometimos a nuestro “juglar”. En noches de tragos, el muro sirvió como tarima. En la misma cuadra vivió Jorge Arana, un personaje virtuoso con la guitarra, con las cuerdas vocales y con un encanto de trova cubana que enamoró, porque soy testigo, a más de una rebelde noventera. El hombre, cada vez que llegó de sus fiestas y pasó obligatoriamente por nuestro lado, para llegar a su casa, fue víctima de la presión y varias copas de aguardiente. Él, sin poder deshacerse de la situación, siempre desenfundó su instrumento y nos amenizó el rato con su voz. Nosotros, en contraprestación por sus servicios, lo mandamos a su casa más borracho de lo que llegó a nuestra esquina. 

Doña Fabiola dormía en la habitación que daba a la calle y se desveló por culpa de nuestras jornadas de juerga, de charla, de risotadas y hasta peleas. No obstante, si mal no recuerdo, solo una vez nos llamó la atención por la tremenda bulla.

Pero esas alegrías y las rabias de la señora, que quedaron estampadas en la tira de ladrillos, se fueron al piso hace un par de días. Una fatídica noticia fue compartida por Iván Vélez, cofundador del grupo y hermano mayor del negro Vélez. Escribió en el chat de Whats App: “Sólo queda, por ahora, el murito donde ustedes amanecían”. Y la frase fue acompañada por una foto.

Las lágrimas virtuales cayeron. Y todos reaccionamos. La casa fue vendida y demolida. En ese espacio será construido un edificio de cuatro pisos, tres apartamentos, dos locales y un semisótano. Un “armatoste” permitido por la Curaduría Urbana #3, pero nada conveniente para la estética del barrio.

“Nooooooo, qué dolor”, escribió mi primo Gigio; “todo por platica”, garabateó el “orejón” Moreno. Georgie expresó: el 90% de Bogotá son cajas de bocadillos sin antejardines. “Pobrecitos los vecinos, con el ruido”, exclamó Robin; Galo, que es arquitecto, afirmó: “sí se puede construir”.

Pero la frase más importante, que resume el sentimiento, la escribió el negro Cely: “ese muro es patrimonio histórico y cultural”. 

Doña Fabiola falleció hace varios años; y no tuvo que ver cómo su casa se fue al piso. Nosotros, a través de imágenes, vimos como nuestro “Cinema Paradiso” cayó bloque a bloque, golpe a golpe, y con él los cientos de momentos, experiencias, risas y largas jornadas de trasnocho, dignas de una película clásica.

De esta “tragicomedia local”, en mi concepto, queda el afán de rescatar la vecindad. Esa que, desde hace varios años desapareció en muchos sectores de la ciudad, ya sea por el tipo de construcción, por las actividades actuales de los niños, por la inseguridad de las calles o porque, simplemente, a muchos no les interesa tener amigos tan cercanos.

Para mi fortuna, y la de mis panas, quedan los recuerdos; los que traemos al presente todos los días, cada vez que el chat nos permite y el cansancio nos da tregua.

¡Adiós, al muro! Bienvenida la nostalgia. La que nos mantiene unidos. La que le permite, a La Oficina Pequeña, ser un referente de amistad en el sector, así ya no permanezca en sus cuadras.

@HernanLopezAya

*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años. 

Sigue leyendo