El libélulo mayor

Foto: La Libélula Dorada
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Por HERNÁN LÓPEZ AYA*

Espuma, papel, cartón, identidad, historia, animal, persona, objeto, sonrisa, grandes, chicos, transmutación, felicidad.

Todas, palabras que tienen que ver con un arte que, a pesar de su antigüedad, ha sido una de las expresiones más importantes de los humanos, a la hora de mostrarle al mundo cosas que, en una normalidad radical, no podrían hacer o decir.

Estoy hablando de los títeres. Y sí que han sido importantes para el país.

En 1976, y después de varios años de dedicarse al teatro, los hermanos Álvarez decidieron expresar sus ideas de una manera diferente, a la que por esas épocas era convencional. Con cientos de estudios a la espalda y una necesidad de generar identidad, fundaron lo que se convirtió en el referente del arte de las marionetas en Colombia. Nació “La Libélula Dorada”.

Y ese nombre es sinónimo de lo que, tal vez, es más difícil de destacar a la hora de decir algo: lenguaje propio.

Durante más de 40 años, han divertido a cientos de niños del país; pero, en medio de su trasegar, a ese esparcimiento se colaron los más grandes. Su “lenguaje propio” les permitió contar cuentos para todo tipo de públicos, muy a pesar de que sus primeras obras fueron pensadas para los más pequeños.

Y de eso fui testigo.

Mi tía Yolanda, hermana de mi papá, se ha caracterizado por su inteligencia, su sensatez y su forma de decirle al mundo qué es lo que está bien y lo que está mal. Y me atrevería a decir que del 100 por ciento de los casos en los que ha tenido que tomar decisiones, el 95 ha sido a su favor.

Y un uno por ciento de ese gran grupo de aciertos está relacionado con estos titiriteros. Ellos, para fortuna de mis primos y mía, fueron el espectáculo principal de las múltiples celebraciones de cumpleaños de sus hijos. Cada vez que hubo partida de ponqué en su casa, “los libélulos” nos alegraron la tarde.

Sus obras eran maravillosas; sus formas de contarlas, más maravillosas aún. Y el respeto por su público (un sagrado respeto), en cualquier tipo de escenario, grande o pequeño, era una de sus características.

Eran sorprendentes; me atrevo a decir que era el momento más esperado de la jornada. Y claro, no solo nos reíamos nosotros; mis papás y mis otros tíos también se divertían.

Por cuestiones del destino y el paso de los años, esas marionetas dejaron de asistir a esas reuniones, al igual que muchos de nosotros. Un poco más maduro, los tuve en mi radar, ya no como parte de una fiesta, sino como referente cultural bogotano. Y los estudios me dieron la oportunidad de volverlos a encontrar, de volverlos a saludar.

Si mal no recuerdo, en sexto semestre de Comunicación Social y Periodismo vi una materia llamada Antropología; la cátedra estaba orientada al estudio del ser humano, su pensamiento y sus conductas. Nos la dictó Arturo Álape, uno de los antropólogos sociales más importantes que ha tenido este país. 

Y él en una de sus misiones de clase nos encomendó, a Ana Teresa Gaviria, Ricardo Gómez y a mí (no me acuerdo quién más estaba en el grupo), que hiciéramos un trabajo sobre La Libélula Dorada y su forma de comunicar sus experiencias, sus obras, su “lenguaje propio”.

Fuimos varias veces a su taller, una casa antigua en el centro de Bogotá, repleta de materiales y adornada por los cientos de personajes creados para narrar experiencias. Cruzar la puerta de esa edificación fue como devolverme muchos años y hallarme sentado en la casa de mi tía, con la cabeza inclinada hacia arriba y soltando una gran carcajada.

Cuando los Álvarez me vieron, su reacción fue normal: un saludo decente y cariñoso. Pero cuando les dije que era el sobrino de mi tía, la cosa cambió; y algo de alegría sintieron. Esa que siempre estuvo a la orden, esa que tácitamente habita en sus muñecos y que, de manera virtuosa, era traducida a través de palabras, gestos, ruidos y movimientos. Fue un momento bien especial.

No me acuerdo cuál fue la calificación del trabajo; o qué tanto trabajé en él, porque no era muy aplicado en la universidad. Pero lo que sí recuerdo es que a Álape le gustó; también, me acuerdo de los regaños de Anita, por no ser tan aplicado como ella; y de la alegría que sentí al recordar que una libélula dorada (creada por dos personajes) me había permitido soñar.  

Hace unos días, el grupo se desintegró y uno de esos destellos se apagó. El pasado 7 de noviembre César Santiago, el libélulo mayor, nos dejó. 

Y se fue convencido de que el títere más perfecto era el ser humano; de que las marionetas son ideología, que transmiten diversión y risas; y de que la mayor recompensa era que los espectadores creyeran que las marionetas tienen vida propia, hecho que calificó como “el acto supremo de la magia”.

Nos quedan sus creaciones, su legado, sus historias, su teatro, sus colaboradores y su socio principal: Iván Darío, su hermano, el otro genio con el que decidió, desde muy joven, olvidarse de ser mortal para darles vida a sus amigos de espuma, papel y cartón.

Su objetivo principal siempre fue “enseñar algo distinto”. Y creo que lo logró. Ahora, el camino queda para el otro libélulo. 

Ojalá y nos siga dando alegrías, por mucho tiempo… @HernanLopezAya

*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años

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