Por María Angélica Aparicio P.*
Movía el balón, con auténtica magia, para levantar la bola directo al cielo. Cuando estaba acompañado, no faltaban los pases largos, las estiradas hasta tocar el suelo, o la cancha improvisada para meter los goles del día. Sobraban los libros, los juegos virtuales, el cuaderno de apuntes, su pasión por las matemáticas. Amaba el fútbol más que sus zapatos viejos.
Un buen día, tomó la bicicleta plateada, veterana por los años de uso, que guardaba en el desordenado cobertizo de su casa. Se sintió cómodo, nuevamente, encima de la máquina; experimentó que podía. No era un balón profesional de fútbol, pero la sensación de pedalear y pedalear, era como una granada a punto de estallar: le disparaba la adrenalina.
Preparado, salió por la carretera vehicular montado en su vieja bicicleta. Eran siete kilómetros de travesía hasta el municipio, un viaje largo para quien no era un ciclista con título y hazañas colgadas al hombro. Descubrió que desplazarse por aquella vía con tantas curvas, era peligroso. Los camiones aparecían de la nada, los conductores de auto le pitaban para que tuviera cuidado. Con todo y los obstáculos, un grueso nudo comenzó a hilar con el deporte.
Cuando pudo se compró una bicicleta que pesaba como dos plumas de ave. Nos parecía que su máquina profesional –conseguida con sus ahorros– hacía el papel de su traje dominguero más preciado. Siempre estaba sin barro, reluciente, con las llantas infladas, con el cronómetro listo para medir las fracciones de tiempo.
Pronto se integró a un avezado grupo de ciclistas. Entonces ya no eran siete kilómetros al casco urbano del municipio y otros siete de regreso hasta la puerta de su casa. Se prometió pedalear diez horas en un mismo día. ¡Diez! Partía temprano y llegaba tarde a su refugio. Se bajaba de la bicicleta dispuesto a reflexionar el récord del día.
Sin abandonar el ciclismo, pasó a otro nivel: se lanzó al atletismo. Su hermano mayor lo arrastró a esta entrañable pasión, conectada de raíz con los sentidos, con la mente y con el cuerpo. Convencido del éxito, lo impulsó a montar en bicicleta y a trotar durante horas. Correr se volvió su otro traje dominguero, uno de los finos. A diario salía de madrugada, o al mediodía, a recorrer calles y otras calles. Era su disfrute más grande.
Igual que los guayos para jugar fútbol, se interesó por los zapatos que se ponía para correr. No podía llevar unos tenis tradicionales de suela blanda que, a la primera, llegaran rotos. El “man” que corre –su nombre real en las redes sociales– supo que necesitaba zapatos con suelas recubiertas de caucho, con amortiguación y malla respirable. Las nuevas suelas tenían que aguantar mínimo doscientos kilómetros.
Dos años después, hablaba con propiedad de los zapatos Hoka Bondi 8, Nike Invincible 3, On Cloudmonster, Adios Pro 3, como si hablara del delicioso pan que se saborea en las esquinas. Hoy domina las marcas, conoce las tiendas de Bogotá donde se venden los mejores tenis, atrae a los amantes del atletismo para que se vistan cómodos a la hora de correr, con prendas de colores, atractivas a los ojos.
El “man” que corre no se quedó en simples carreras de pacotilla. Cuando superó kilómetros y tiempos, se lanzó a los maratones más reconocidos del mundo: Nueva York, Berlín, Lima, Medellín. Obtuvo preciosas medallas que, en ocasiones, las tambalea sobre su pecho como si fueran parte de una apreciada veleta de viento.
Participó dos veces en el maratón de Nueva York. La última vez fue el año pasado: en noviembre de 2023. Emocionado con la vida, con su propia suerte, participó en esta carrera con 51.347 personas más, representantes de múltiples países del mundo. Soñaba con estar aquí y correr como todo un joven responsable. Cruzar los cinco distritos de la ciudad y atravesar algunos puentes como el Verrazano Narrows, uno de los viaductos colgantes más largos del mundo, se hacían necesarios para ganar. ¡Puf! Eran 42 kilómetros de proeza.
El día de la carrera, prometió hacer un esfuerzo enorme. Se había preparado de verdad, a conciencia. La noche anterior había dormido confiado en su triunfo: descansó sin pesadillas. Durante la maratón toreó como un novillo furioso, evitó caer, corrió con desdén. Llegó a la meta con la sonrisa dibujada en el rostro. ¡Había ganado! Recibió su quinta medalla con una dicha tremenda. El alma no le cabía en el corazón, ni en su extensa estatura.
El “man” que corre se prepara para el próximo maratón de Chicago –en el estado de Illinois, Estados Unidos– donde se encontrará con otros atletas que, como él, a sus 24 años, quiere devorarse el mundo a punta de trotar. Y seguirá trotando como una señal de que, en los jóvenes, sí existe un espíritu de valentía y compromiso para enfrentar los retos.
*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.