Por Hernán López Aya*
Hace un año largo, larguito, salí de Bogotá. Lo hice hacia otro país. ¿Las razones? Muchas, que serían tema de horas y horas de discusión.
Cuando uno pisa Migración, en el Aeropuerto El Dorado, el acto reflejo es girar hacia atrás, para notar a las hijas con mirada nostálgica, los amigos que acompañaron la partida y ese montón de vainas vividas, durante 50 años, que uno se lleva empacadas en los recuerdos sin pagar exceso de equipaje.
Los primeros días, después del viaje, son invadidos por la novedad. Lugares, costumbres, calles, colores, el clima, la gente… Acostumbrarse, para algunos, es una tarea difícil, tan difícil, que optan por devolverse lo más pronto posible.
Pero este no es mi caso. Todavía no.
Metido el dedo, metida la mano. Tocó hacerle. Y, hasta ahora, me ha ido bien. Extraño gigantescamente a mis hijitas; a mi nieto, que ya tiene un año y seis meses; a mi hermana Mónica, a María Ca, a Ivancho, a mi viejo, mi abuela, los primos, tíos, sobrinos, a mis panas, mi oficio, a algunos de mis colegas. Y hasta los suegros.
Pero, tal vez, una de las cosas que más se extraña es esa que nos divierte, crea sensaciones, nos satisface y en incontables oportunidades nos reúne. Les estoy escribiendo de “La Comida”.
Sí. Es bien complicado. ¿Por qué? Pues porque cuando viajé decidí hacer caso estricto al adagio: “A donde fueres, haz lo que vieres”. Y eso incluye aprender a comer.
El país en el que vivo tiene, como virtudes, tres menús muy sencillos que no compensan, ni en un 15%, la variedad gastronómica latinoamericana. Definitivamente, fuimos afortunados al ser alimentados con papa, arroz y carne, como primera medida, porque hasta eso sabe diferente acá.
Decidí abrir la mente y pedirle al cerebro que me ayudara con eso de las sensaciones. Y me prometí no acudir a sitos con oferta de platos diferentes; había que apropiarse del nuevo terreno y adaptarse. Pero la paciencia no dio.
Fue entonces cuando comencé a preguntar por comida diferente. Y quienes fueron consultados, emitieron con gran sorpresa y algo de decepción la siguiente pregunta:
- ¿Y es que usted no conoce las tiendas latinas?
- ¿Las qué?, contesté con sorpresa.
Las tiendas latinas. Son el agua en el desierto; son el billete de 20 mil pesos que sobrevivió a una fuerte jornada de lavadora, en el bolsillo de un pantalón; son la silla que se desocupa en una buseta repleta y que está al frente de nuestra ubicación.
En esos lugares, usted puede encontrar de todo (en materia culinaria); y, además, puede enviar dinero a su país. Pero lo más afortunado es, en mi caso, que las dos que yo frecuento son atendidas por colombianos.
¡Qué maravilla!
Sin pensarlo dos veces, dejé “la ñoñera” atrás e inicié el camino hacia esos escaparates, esperando encontrarme con grandes sorpresas; sorpresas que en 50 años de vida “no fueron” sorpresas.
Lo primero que escuché, al entrar al primer local, fue un vallenato de Diomedes Díaz; cuando terminó, le siguió “Ojos Así”, de Shakira. Acto seguido, percibí que el ambiente era de tienda de barrio: caja registradora normal, cajas de gaseosa en el piso y un almanaque de cigarrillos Piel Roja, de esos a los que se les arrancan los días.
Encontré cosas que, en Colombia, poco compraba: colombinas, Pony Malta, saltinas, leche condensada y pastillas de chocolate, además de alimentos de otros países como México y Guatemala. Ese día, mi esposa casi me deporta porque el mercado de “galguerías” que hice fue costoso.
Ella, quien maneja los dineros de la casa, decidió restringir las visitas a los sitios. No son aconsejables para el bolsillo, créanme. Meses después, un poco más tranquila y para mi sorpresa, me dijo que le habían hablado de otra tienda, más grande y con más opciones. Puse cara de gato regañado y le pregunté: ¿Vamos?
Nos sorprendió que el nuevo lugar tenía, en un costado, una sección de ropa en la que usted puede comprar sombrero vueltiao, mochila arhuaca, jean levanta cola y la camiseta “chiviada” de la Selección Colombia. Acto seguido, nos desplazamos a los estantes, repletos de manjares, y a su lado encontramos estratégicamente ubicada una nevera de color blanco, cero llamativa. Pero como la curiosidad mató al gato, decidimos abrirla y fue en ese momento en que mis ojos se agrandaron, al punto de salirse de sus cuencas y, prácticamente, grité: ¡Hay buñuelos!
La última vez que los probé fue en diciembre de 2022. Los comí en exceso, en casa de mi abuela y de mi tío Gilberto. En esas casas siempre hay buñuelos en fechas decembrinas y por millares. Al encontrar el paquete, me asaltó la duda: estaban congelados. Y me pregunté si, al calentarlos, tendrían la misma consistencia colombiana. No lo dudé y me los llevé.
El otro grito que escuché fue: ¡Hay guascas!
Mi esposa, fan número uno del ajiaco, soltó una sonrisa y compró una bolsa de productos llamada Ajiaco Santafareño. El paquete tiene:
- Papa criolla.
- Papa pastusa.
- Mazorca colombiana (porque la de acá es dulce).
- Y las guascas.
Otro gasto monumental, autorizado por la jefe del hogar, y del que hicieron parte unas galletas Ducales, arequipe, almojábanas para hacer changua, arepas, más papas criollas y un chicle Bubbaloo, que mastiqué hasta que supo a caucho.
Lo del ajiaco ya lo acabamos, y todavía nos queda un par de buñuelos. Lo que no se ha terminado es ese sentimiento de tener cerca al país, a la familia, a lo vivido y catalogado como básico, pero que al ausentarse se convierte en novedad. Eso es, tal vez, lo más duro.
Las visitas a las tiendas latinas continúan, al igual que a la oferta gastronómica local. Simplemente, cuando me quiero dar un lujo, como lo que por muchos años me pareció básico y normal: papa, carne y arroz con salsa de tomate. Y le encimo un huevo.
Somos afortunados y no nos habíamos dado cuenta…
@HernanLopezAya
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.