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Por Hernán López Aya

En la escuela en la que estudio nos llevan a diferentes actividades extracurriculares para que, según los profesores, nos sintamos más cercanos a la tierra en la que vivimos.

Pues bien. Grata sorpresa. Un anuncio de Jared, mi profesor, estuvo orientado a la participación, como espectadores, en una de las experiencias más importantes que existen por acá: El Circo.

Quién lo creyera…

Mi relación con este tipo de espectáculos no es tan cercana. La primera vez que fui a uno, no fue tan agradable. Mi papá, en su afán de darnos a conocer la majestuosidad del evento (porque siempre quiso ser payaso de circo), nos llevó a una carpa que estuvo por un tiempo en Bogotá. Yo tenía ocho años, mi hermana seis y mi mamá un montón de semanas en insistirle a mi progenitor que no nos llevara.

Al llegar hicimos una larga fila, nos compraron algodón de azúcar y un par de títeres boxeadores hechos con cartón y plástico. Todo estaba listo para el show. Minutos después, las luces se apagaron y el espectáculo tomó vida. Pasados 45, llegó el turno de ver a los elefantes; dos elefantes que estaban acompañados por sus domadores. Con el primer animal, las cosas salieron bien. Pero con el segundo, no.  Seguramente, cansado de los maltratos y los latigazos, el animal se reveló y sacó corriendo, literalmente, a su domador y los espectadores. Mi papá cargó a mi hermana, me agarró la mano y por encima de las sillas, nos sacó de la carpa.

¿Y mi mamá? Pues ella, como pudo saltó los asientos y, con la ayuda de un extraño, atravesó la última localidad “trepando la pata por encima de todo el mundo”. Así lo contó en innumerables ocasiones.

Ese día dije “basta de circo”. No volví a ir hasta muchos años después, cuando llevé a mis hijas a una función de Los Gasca. Las niñas se divirtieron; yo me aburrí mucho.

Posteriormente, llegó a mi vida el Circo del Sol. Qué tremendo espectáculo. Ese si me gustó. Fui en el 2010. Salí boquiabierto de la función y con ella me di la oportunidad de creer, nuevamente, en este tipo de diversión.

Sin embargo, fue hasta este año y por sorpresa, que regresé a una carpa; una carpa bien rara. Obedeciendo al anuncio de Jared, mi esposa y yo cumplimos la cita. En grupo, llegamos a “Espace Cirque”. 

Pero, un momento. ¿Cómo así que vamos a circo y llegamos a una iglesia?

Si. La iglesia Saint – Esprit, maravilla arquitectónica que fue abandonada hace mucho tiempo y que en 1992 se convirtió en la sede de la escuela de circo de la ciudad. 

Al ingresar, por ningún lado se vieron los rastros de catolicismo, crucifixión o imágenes religiosas. Al contrario: oficinas, afiches y una cafetería acompañan el pequeño lobby del edificio, al igual que los baños. Cuando he entrado a un templo sí he visto a muchos saltando de alegría por alabar a Dios. Pero en este caso, los motivos y los saltos fueron diferentes.

El lugar era un teatro. Sillas de madera, luces, una tarima, telones, sistema de sonido y hasta asientos reservados. Antes de comenzar, en una gigantesca pantalla pudimos leer mensajes como “Mon animal préféré est… la méduse à talons”; algo así como “mi animal preferido es la sandalia “Medusa” con tacón”.

7 y 40 de la noche. Arrancó la función. Un espacio de mediano tamaño fue invadido por 10 personas, muy jóvenes, que desarrollaron una historia basada en una certera crítica al mundo de la moda y que comienza con la voz en off de un narrador.

En realidad, es un divertido circo acrobático, sin animales y con la imponencia de un espectáculo mundial. Fue impresionante ver como estos jóvenes, enamorados de un oficio centenario, cuentan una historia; y a medida que los minutos pasan, ellos van haciendo lo suyo: montan el trapecio, la cuerda floja, toman las cuerdas para presentar sus movimientos, hacen malabares, giran y generan un montón de reacciones en el público, cada vez que una de sus acrobacias entra en el camino. Y hay humor. Entre cambios de ropa y actividad hay una payasa que, de manera divertidísima y sin necesidad de maquillaje, permite a los artistas modificar el escenario. Y lo hace montada en una bicicleta, que termina siendo su herramienta de espectáculo.

Las luces, la música y el canto fortalecen la sensación que genera el estar mirando durante dos horas, hacia arriba y de frente, cómo estos personajes arriesgan su vida haciendo movimientos extremos o cargando pesos; combinando expresiones y representando situaciones dignas de una potente obra de teatro.

No sé cuántas escuelas de este tipo existan en este país. Pero si sé que, día a día, el arte del circo, de esta clase de circo, toma más fuerza. El final de la jornada es igual al de cualquier evento exitoso: aplausos y vivas por montones, piel erizada y ojos aguados por la emoción de haber disfrutado algo que, seguramente en la infancia, quisimos imitar; algo como trepar un árbol, saltar y caer de pie sin lesionarse o partirse algo.

Este momento deja algo muy importante, que flota de principio a fin: Equilibrio. Equilibrio al disfrutar, al interactuar, al entrar a una iglesia y ver un circo; equilibrio de quienes deciden tomar esta actividad como filosofía de vida, y de quienes deciden cuestionar lo que para muchos es normal, de una forma extraña y en un espacio considerado por otros como sagrado. 

Si algún día tienen la oportunidad de asistir, se darán cuenta de que es especialmente valiosa. Y si se quieren animar a hacer este tipo de cosas, recuerden que hay escuelas en donde enseñan todo esto. 

¡Es una grata experiencia!

@HernanLopezAya

*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años. 

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