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Grandes escritores, bonitos cafés

Por MARÍA ANGÉLICA APARICIO P.*

Recorrimos a pie la Avenida de los Campos Elíseos, una mañana del mes de diciembre, en la soñada y romántica París. El frío atormentaba la piel y los huesos; marchitaba los cabellos; arañaba hasta el más débil pensamiento que teníamos. Encontramos un café abierto, sencillo y elegante, con las mesas y sillas puestas en el andén. Nos sentamos adentro huyendo del helado aire que soplaba. Transcurría la temporada invernal.

A través del cristal se veía el movimiento de la ciudad: carros andando, semáforos encendidos, peatones afanados. Comenzaba el día. Teníamos la mañana libre -porque hacíamos parte de una excursión- y acomodarnos en aquel local nos resultaba cómodo. Un joven alto, vestido con delantal blanco, nos trajo dos tazas de café oscuro. Nos ofreció croissants y pastelería francesa.

Pronto supe que el escritor argentino, Julio Florencio Cortázar, visitaba el mismo café. Llegaba temprano y ocupaba varias horas leyendo y escribiendo. Prefería una mesa de esquina, cerca al enorme cristal que adornaba el sitio y que le daba tan buen aspecto. Era un cliente asiduo que parecía encantarse con el ambiente, ahora emblemático para nosotros por esta historia. Cortázar leía y escribía mientras París se despertaba.

Julio Cortázar se había convertido en un parisino -sin renunciar a su nacionalidad argentina- cuando conoció la ciudad. Primero se radicó en París por un tiempo; luego regresó en compañía de Aurora Bernárdez, su esposa argentina y traductora de libros, de quien admiraba su gran intelecto. En Francia, Suiza y España tendría sus “otros cafecitos” o centros de trabajo europeo, para dar rienda libre a las habilidades que tenía como escritor.

En la Plaza de la Ópera nos ubicamos en el Café de la Paix, famoso y renombrado sitio parisino, inaugurado en 1862. Su fachada nos indicaba 200 años de historia, de encuentros amistosos, de charlas impredecibles, de reclamos y desengaños amorosos. Bajo un toldo verde había una mesa cuadrada, pequeña, para dos personas; nos atrincheramos ahí enfrentando el frío invernal. El mesero llegó con una primera taza de café; después con una segunda, acompañada de una apetitosa porción de pastel casero.

En este sofisticado y legendario café, que hace parte del famoso Hotel de la Paix, estuvo en varias oportunidades el escritor y dramaturgo Oscar Wilde. Wilde, de nacionalidad británica, tomaba asiento frente a las mesas que el café ofrecía a finales del siglo XIX. Vivía en París y a veces estaba de paso. Tanto el local como la ciudad parisina le daban punzadas e ideas para escribir. Su obra teatral Salomé, la escribió en francés.

Muchos escritores se aficionan a los cafés como centros de tertulia y de inspiración. El norteamericano Ernest Hemingway frecuentaba en París un café localizado en la Plaza Saint Michel. Escribía sus crónicas y un borrador de ideas que, en el futuro, harían parte de sus libros publicados. Junto a una botella de ron, Hemingway solía pasar un tiempo considerable en el Café de la Paix mientras escribía datos en su libreta de apuntes.

Otras veces, Hemingway pasaba por el Café des Amateurs. Se pegaba a los cristales del local para mirar, como un chicuelo travieso, curioso y divertido, el interior. En aquella época -los años veinte- este punto de encuentro vivía atestado de fumadores -hombres y mujeres por igual-. Nubes de humo envolvían el local hasta hacerlo oscuro e insoportable. La gente bebía hasta hartarse de su propia manía de beber. Pero el café tenía el embrujo de atraer gente y mantenerla atada durante horas.

Ernest era un escritor y periodista nacido en Estados Unidos. Tenía unos treinta años cuando inició en firme su pasión por la escritura, -ya estaba en París- tarea que lo haría famoso y ganador del Premio Pulitzer. Recién llegado a la ciudad parisina se alojó en un edificio de tres plantas que daba a una calle estrecha. De ahí se movió entre lujosos cafetines que siempre recordó.

En Roma, los intelectuales y artistas se reunían en el Antico Caffé Greco. Llegaban a este antiguo espacio fundado en 1760 para platicar durante horas. Algunos eran escritores ya sobresalientes que se juntaban alrededor de un exquisito café preparado al estilo italiano. Uno de ellos era Henri-Marie Beyle, el novelista talentoso de las letras que se reía en compañía del inglés Oscar Wilde –entre otros amigos suyos-.

Henri-Marie se conoció en la literatura con el seudónimo de Stendhal, entre muchos seudónimos que utilizó para firmar sus trabajos. Era un hombre realista, oriundo del pueblo de Grenoble. Pasó sus años entre Italia, Inglaterra y Francia, su país natal. La nación que la atrapó con más ahínco fue Italia, donde, en medio de paisajes y rincones de sueño, escribió La Cartuja de Parma.

Otro sitio famoso y antiguo de París fue el Café Procope. Se volvió un centro de reunión para músicos, poetas, escritores, filósofos y demás intelectuales que florecían en el siglo XIX. La novelista y periodista George Sand, francesa de nacimiento, visitó numerosas veces este recinto con el ánimo de intercambiar ideas, saborear sus cigarrillos y relacionarse con los famosos de entonces. Sand vio el café como un sitio ideal para reflexionar. Poniendo en marcha sus dotes, se convirtió en una escritora notable y consagrada, cuyos textos recibieron, en su momento, una altísima demanda. 

* Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.

Columna de opinión

Las opiniones expresadas en las columnas de opinión son de exclusiva responsabilidad de su respectivo autor y no representan la opinión editorial de La Veintitrés.

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