Por Hernán López Aya*
Miércoles, viernes y domingo. Esos son los días definidos por la Presidencia de la República para hacer el cambio de la Guardia del Palacio de Nariño, en el centro de Bogotá. Es una ceremonia que se lleva a cabo en la Plaza de Armas y en la que, en resumidas cuentas, se hace el canje de turno de los militares que se encargan de cuidar la Casa Presidencial y sus alrededores.,
Tiene dos horarios: tres y seis de la tarde. Los soldados pertenecen al Batallón de Infantería # 37, mejor conocido como Guardia Presidencial. En la jornada se hace una entrega de banderas, un acto protocolario y se escuchan las notas del Himno Nacional y el Himno del Ejército, interpretadas por la banda de Guerra del Guardia Presidencial.
“La Banda de Guerra”. Tremendos músicos. Ellos tienen la obligación de conservar la solemnidad del acto y marcar el paso del pequeño pero elegante desfile, que vale la pena ver.
Por fortuna mi papá, hace muchos años, me llevó al centro de la ciudad a presenciarlo. Y desde que tengo memoria, siempre soñé con hacer parte de un grupo y un desfile de este tipo. Al final de cuentas, es un conjunto musical pero enarbolado por aires marciales y de disciplina, reflejados en su andar y forma de interpretar los instrumentos. Con lo que nunca soñé fue con hacerme militar para integrar el grupo descrito. Y pues, para mi fortuna, nunca presté ese servicio. De esa me salvé.
Pero como la vida da recompensas, tuve la oportunidad de integrar una. Mi etapa de bachillerato la hice en el Instituto San Bernardo de La Salle, un colegio masculino de curas que tenía, además de múltiples atractivos educativos, la Banda de Guerra. Desde que comencé el sexto grado, aparte de pasar las materias para que mi papá no me diera “caldo de fuete” por perderlas, mi objetivo fue ser cajero mayor de la Banda. Y la banda del “San Ber” sí que fue importante. Susurros ochenteros llegaron a sugerir que, algún día, nuestra banda le dio “sopa y seco” a la del Guardia, en un desfile del 20 de julio.
La agrupación tiene su estructura. A la cabeza está el Tambor Mayor, quien define qué marcha (o canción) se debe tocar, y da la instrucción con un bastón que llamamos “batuta”. De ahí para atrás, es decir, a espaldas de este personaje, están las timbas, los bombos, las liras, los platillos, las cajas y las cornetas. Todas son secciones integradas por varias personas.
Mi trasegar fue largo. Pedí cacao y lo logré. El director de la época fue el Hermano Pedro Cárdenas, un cura canoso, de mal humor, que dedicó gran parte de su vida a la agrupación. Era identificado por su particular forma de marcar el paso, levantando el pie derecho y la mano derecha al mismo tiempo, y agachando la cabeza cada vez que las extremidades superiores e inferiores descendían en sentido al piso.
En séptimo grado, el hombre me dejó entrar, no sin antes haber presentado una prueba que consistía en tocar las marchas (o canciones) que normalmente la banda interpretaba. Duré un año aprendiéndomelas. Comencé en la séptima fila de cajas (la última de este tipo de instrumento) tocando “la galleta”, una especie de tambor delgado, liviano y que al golpearlo sonaba más agudo que los otros.
Fue aquí cuando entendí lo que siente un músico, al lograr interpretar el instrumento anhelado y construir mensajes. Es una emocionante sensación de alegría. Pero también fue acá cuando comprendí que integrar la banda no era, únicamente, sinónimo de reconocimiento. También fue sinónimo de amistad y de un gran número de momentos inolvidables.
Con el pasar de los años, los ascensos fueron llegando. Y los beneficios también. Estuvimos empoderados. Integrar la banda nos dio la posibilidad de “capar clases” con autorización. En muchas oportunidades acompañamos sendas ceremonias en colegios femeninos de Bogotá. Y pues claro, hicimos amigas en las presentaciones, lo que nos permitió asistir a múltiples celebraciones de 15 años y minitecas de la época, con compañía femenina. Ese fue otro de los beneficios.
También nos dio la oportunidad de vincular a quienes, por necesidad de suplir el aburrimiento de alguna clase pesada de física o química, decidió cumplir cualquier función, por pequeña que fuera, para que lo sacáramos del colegio.
El grado once, último año de bachillerato, fue el año del poder. Teníamos en nuestra red los cargos más importantes. Vargas fue el tambor mayor. Samy tocó la timba al igual que “El Loco Ariel”, quien protagonizó uno de los solos más destacados y menos autorizados en la historia de nuestro paso por el grupo. A las equivocaciones las llamábamos “clavarse” o “clavada”. Ariel hizo la clavada más comentada de los años 90 y fue en un colegio femenino. Siguió tocando por 30 segundos más, después de que Vargas dio la orden de finalizar.
“Egüitar” alcanzó la segunda línea de tamborileros y yo logré mi objetivo: ser el “cajero mayor”. Estuve apoyado por Torres, uno de los “mamadores de gallo” más fino y ácido que he conocido en mi vida. Él fue, además del segundo cajero mayor, el primer saboteador de los silencios sepulcrales que debíamos cumplir cuando no estábamos tocando.
Un día de 1990, en un “petit comité”, decidimos que Herman (a quien no le gustaba ni poquito el tema de la banda, pero si le gustaba “capar clase”) se convirtiera en el baquetero mayor.
¿Y eso que es?
Pues es la persona que acompaña los recorridos en las ceremonias (sin manipular instrumento), que recoge del piso los utensilios que sirven para tocar la percusión y que son soltados en extremos casos de euforia musical. Es, en mi concepto, el cargo más burocrático que existe.
Embolatamos al Hermano Pedro y lo logramos. Torres y yo nos encargamos de dejar caer las baquetas con constancia, para que Herman justificara su labor, la ausencia de clases y la presencia fastuosa en los colegios femeninos. Debo confesar que, en múltiples ocasiones, lo hicimos solo por tomarle del pelo y ponerlo a correr, vestido de uniforme de gala y bajo 22 grados de sol bogotano. Al hombre le gustó la misión.
Al finalizar ese año, en septiembre, Torres llegó a la primera posición y yo salí de la banda porque falté a varios ensayos y el Hermano Pedro me sacó. Como castigo, no impuesto por los curas pero sí por mi error, me tocó participar en la revista gimnástica de ese año, con pantaloneta y camiseta y también bajo 22 grados de sol bogotano. No obstante, fue un honor haber sido parte de ese conjunto.
Fueron conformadas para rendir honores a la bandera y levantar la moral de quienes las escuchan. Con el paso de los años, sus escenarios cambiaron y se convirtieron en un gran espectáculo, sencillo pero noble; sin pretensiones pero con objetivos claros, reflejados en acompañar desde un relevo de vigilancia en una instalación gubernamental hasta el más pequeño de los eventos deportivos en cualquier colegio del país.
A quienes viven en Bogotá y a quienes piensan ir, les digo que no desaprovechen la oportunidad de pasar por esa gran plaza y disfrutar ese cambio de Guardia, acompañado por la Banda. Les aseguro que es una de las ceremonias más bonitas que tiene la capital.
Y además es gratis…
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.
@HernanLopezAya