La Veintitrés

La Bichota y El Campín

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Por Hernán López Aya*

¡Vuelve y juega!

El estadio Nemesio Camacho “El Campín” volvió a ser sede de un evento musical en el que, según la lista de boletería y varios medios de comunicación, 90 mil personas se “destartalaron” con los éxitos de su artista favorita. Karol G, La Bichota, le dijo “presente” a la capital colombiana y durante dos fechas (tres horas por turno), hizo las delicias de sus seguidores.

No me gusta su música pero, como dicen los abuelos y los papás: “no hay peor ciego que el que no quiere ver” y “al César, lo que es del César”.

¡Ella es una tesa! Es la primera vez que una cantante de reguetón le mete 45 mil mechudos, por día, al templo del fútbol bogotano, que ha sido sede de artistas muy famosos como Carlos Santana, Soda Stereo o Guns and Roses.

La jornada tuvo de todo: tres actos, cierre con repetición de canción, vestido con los colores de la bandera de Colombia, personas del público que cantaron con ella, se bajó de la tarima, su telonera fue una cantante de Medellín, de 16 años de edad, en fin… La Bichota y sus empresarios la “tienen clara”. La boletería osciló entre 151 mil pesos y 24 millones 900 mil pesos (precio por un palco). Tremendo espectáculo, sin duda. 

Ser admirador de un artista es una labor titánica, teniendo en cuenta los sacrificios que hay que hacer para verlos. Y es aquí cuando la cabeza da vueltas y me lleva a los años 80 y 90, época quinceañera en la que, con mis amigos, convertimos los conciertos y su previa en interminables momentos de diversión, picardía y uno que otro “traguito”. 

La travesía comienza con la compra de la boleta. Soy un enfermo por Soda Stereo e hice hasta lo imposible por asistir a la mayoría de sus conciertos en Colombia. Una de las principales estrategias para la adquisición estuvo, aunque no le crean, en los libros.

Sí, los libros. Acumulé un montón, al pasar el bachillerato, que me sirvieron para comprar las entradas. Los vendí en los puestos de compra de textos de Kennedy, la localidad del sur de Bogotá en la que vivía. La serie Investiguemos, libros del 6 al 11 (entre biología, química y física), fueron la principal moneda de cambio al igual que sendas versiones del algebra de Baldor y la trigonometría del autor cubano, quien decidió encaletarse en el dibujo de un árabe con pinta de estricto vigilante de exámenes. También, vendí un capítulo repetido de la enciclopedia Lexis 22, que mi papá compró por error.

Con la boleta en las manos, continúa esperar por el día del evento. Como estrategia, escondí los tiquetes entre la ropa sucia (por si a alguien se le ocurría robarlos), teniendo claro que nadie, con tres dedos de frente, se atrevería a buscar entre medias de fútbol o camisetas de voleibol protagonistas de varias jornadas de 5 o 6 horas.

Al arribar al calendario el momento del evento, empieza la estrategia de desplazamiento. Siempre tomamos taxi para llegar a tiempo. Aperados con sendas bolsas de mercado repletas de maíz pira, pedacitos de carne, plátano dulce en trocitos y numerosas salchichas cortadas en finas circunferencias, comenzamos a hacer la fila.

La fila es, tal vez, el momento más importante de la previa. Y fue el que aprovechamos para divertirnos antes de dejarnos llevar por las notas musicales. Siempre, a las 9 de la mañana, uno de nosotros llegó a guardar puesto; puesto para 14 o 15 que iban arribando a diferentes tiempos. Yo fui uno de ellos, de los que prefirió llegar temprano; y lo sigo haciendo.

El momento que recuerdo con más claridad fue el del Concierto de Conciertos # 2, fastuoso 14 de septiembre de 1991. Llegué a las 9, empecé a hacer la fila, llevaba la bolsa de plástico repleta y algo de plata para comprar una cervecita, algunos cigarros y guardar para el pasaje de regreso, que por lo general se hacía en bus.

Mi compañero de aventura fue Camilo “El Orejón” Moreno. Nuestra ubicación fue la entrada de la tribuna occidental que, a esa hora, estaba repleta. Corrimos con suerte y en un aviso a pleno grito, de un policía, logramos desplazarnos a otra entrada. Y quedamos cerca de la puerta. En ese trote, tuvimos el cruce de miradas con dos niñas (con imagen rockera y muy bonitas), que se ubicaron delante de nosotros luego de la carrera.

Ellas, divertidas y sonrientes, se sentaron en el piso. Nosotros, cansados, hicimos lo mismo. 30 minutos después, llegó el primer contacto (con ellas). De sus morrales sacaron un par de mazos de cartas y, tras barajarlas, escuchamos:

  • ¿Quieren jugar?

“El Orejón” giró la cabeza a 90 grados y se dio cuenta de que mis ojos estaban a punto de salir de sus cuencas. La risa nerviosa nos invadió y al unísono contestamos:

  • ¡De una!

Momentazo. La fila fue maravillosa; fue mejor que llegar a Urgencias de algún hospital, por síntomas leves de gripa, y que el médico hubiera prescrito como solución tres días de reposo absoluto.

Muy a las 12, a pleno sol y después de varias manos de “veintiuna”, el hambre hizo lo suyo. Ellas llevaban sándwiches; nosotros, la bolsa. Ellas nos compartieron de su comida y nosotros, arriesgándonos a una muerte segura, abrimos la chuspa y ofrecimos el manjar preparado y ensamblado por mi abuela. ¡Quedamos como príncipes!

Momentos después, volvimos a escuchar con sorpresa otra de sus frases, o mejor, preguntas:

  • ¿Un guarito?

Fue acá cuando, mirando al cielo bogotano y agradeciendo al duro por la suerte, contestamos al unísono:

  • ¡Por supuesto!

Fue uno de los mejores momentos de una previa en concierto. La experiencia se fue con el viento, a medida que los otros fueron llegando a reclamar el puesto que guardamos y a revisar que no hubiéramos acabado con las reservas alimenticias. Entre el grupo hizo su arribo mi novia, quien se encargó de entrar al estadio “nuestro guarito”. Por fortuna, no se dio por enterada.

El certamen duró un montón de horas y nos gozamos casi todas las canciones del álbum Canción Animal, de Soda. También escuchamos en ese mismo evento a Franco de Vita, Nino Segarra, Reo Speedwagon y The Real Milli Vanilli, el fraude más renombrado de la música americana.

Así que entiendo, a la perfección, a quienes durmieron a las afueras del Campín, esperando el aterrizaje de La Bichota; a quienes se acercaron al “Makinon Merch” a comprar los productos oficiales de la gira; y a quienes durante horas decidieron aguantar la lluvia y esperar la apertura de puertas. 

Sin bien es cierto que los lunares no faltaron, como intentos de ingresar a la fuerza o aglomeraciones innecesarias, está claro que Colombia es en una plaza importante para la inversión musical, de todo tipo y de todas partes del mundo.

No dejemos que la intransigencia y el ego de algunos destruyan el desarrollo de este tipo de espectáculos, que le dan alegrías a un pueblo tan maltratado y polarizado por estos días. Bien por Karol G; bien, por quienes permiten que El Campín sea más que fútbol; y bien, por quienes disfrutan estos espectáculos. Está demostrado que el país puede y quiere disfrutar del Rock de Estadio, en este caso “Reguetón”.

Y una cosa más:

Karol G deberá pagar la sacada de los patios del “Makinón Merch” porque el tránsito lo pescó, en la localidad Chapinero, mal parqueado, sin SOAT, en contravía y sin revisión técnico mecánica.

Otra pata que le nace a la gira “Mañana será bonito Tour”.

*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años. @HernanLopezAya

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