Por MARÍA ANGÉLICA APARICIO P.*
Solía montar en patineta por los corredores de la casa de campo, la hacienda que pertenecía a mis abuelos. Eran corredores de cemento, poco amplios, que adornaban aquella casona enorme, de una sola planta, de estilo colonial. No tenía un día específico para coger el cacharro y deslizarme de una esquina a otra. La jugarreta era diaria, a cualquier hora del día y de la noche, con cucarachas andando o con murciélagos volando. ¡No importaba!
Era buena para no caerme. Me desplazaba a gran velocidad, como una bala disparada, por toda la encantadora casa, asustando a quien tuviera por delante. Embestía, como un toro de lidia, a esas tías de cabellos blancos y tacones bajos, que se paraban en el corredor como si fueran las dueñas del mundo. Les pitaba con mi voz de tarro para que saltaran al césped; las atropellara, si era el caso, y sin piedad. Maldecían, echaban sus palabrotas en voz baja, pero igual, daba un brinco para caer, de pie, al otro lado.
En la estancia donde dormía, llegó la dichosa patineta un veinticuatro de diciembre. Cuando la vi, se hallaba recostada en el borde de la cama, en la mañana del veinticinco. Era de color verde claro, sugestiva, bonita, agradable a la vista. Parecía fabricada de acuerdo a mi estatura y a mi peso corporal. ¡Me gustó muchísimo!
Desde el principio, la amé de la A hasta la Z. Todas las letras del abecedario, sin saltarme la w ni las vocales, tenían mi corazón en la patineta. Aquél primer día fue mi único medio de transporte. De ahí en adelante, año tras año, fue el mejor regalo que me dejó “Diosito”. No la superaron el Topolino de papá, la bicicleta, ni El Alazán, el caballo que montaba con holgura.
Entre primos, hermanos y visitas inesperadas, nadie pudo superarme en el manejo de la patineta. ¡Era una ganadora con títulos de triunfo! Quedé de primera en las competencias de velocidad. Ninguno supera mi récord, ni mi destreza para conducirla. Había nacido para dominar la máquina, para conectarme con este tipo de vehículo que, en el siglo XIX, había sido inventada por un hombre que podía valorarse por su inquietud investigativa.
En unas vacaciones, el primo de uno con ochenta centímetros de estatura, cogió la patineta. Juró que podía saltar la pequeña cañería que separaba el césped del corredor. Sencillamente, cálculo pésimo. Lo cierto es que sentí un crak, después otro crak, mucho más fuerte. Mi máquina se había partido en dos pedazos. Sentí un furor del diablo con el bárbaro del primo. ¿Cómo podría romper mi nave más sagrada?
Un tipo barrigón y sucio, amable, por cierto, que era dueño de un taller desbaratado, miró las dos piezas de metal. Se rasgó las orejas como si aquel juguete fuera una broma. Soldó los pedazos antes de lanzar mi décimo suspiro de angustia. El alma volvió a renacer cuando la patineta quedó como si tuviera un mes de vida. Después de aquel remiendo milagroso, nadie se atrevió a poner sus lindos zapatos en mi máquina voladora.
Nunca tuve que sacar la patineta para cruzar las calles asfaltadas. La usaba, exclusivamente, en aquella casa solariega, abierta, donde pasaba tres meses del año, todos los años. Cuando regresaba a mis estudios, -al colegio o a la universidad- la dejaba colgada en la pared, sujeta a un gancho de hierro, que pesaba el total de cuatro gatos enormes. Alguien le pasaba un trapo húmedo, porque al volver, la hallaba sin telarañas, sin polvo, sin cucarachas merodeando cerca. Mediante un ritual, la bajaba del gancho. Luego acapara los corredores como si fueran las vías de una ciudad echa a mi medida.
La patineta era tan rudimentaria que no tenía batería, no era eléctrica como las tantas que veo en la Bogotá actual. Se parecía muy poco a la primera que se fabricó en 1915. Tampoco tenía cables, un sistema para controlarla, ni bocina. Su único impulso era mi pie. Moverla con rapidez y destreza, garantiza mi desplazamiento. Corría a toda mecha, más que un toro cornudo detrás de un chico muy ágil.
El timón se deslizaba a derecha e izquierda, hasta un punto específico. Mantenía un pie en la tabla, mientras el pie libre hacía el papel de freno, el mejor freno del mundo. No usaba casco -no los había entonces-. No lucía rodilleras, muñequeras, ni el yelmo de la edad media. Con nada protegía mi cuerpo. ¡La locura!
Nunca pude medir la velocidad, pero gasté siete minutos recorriendo aquellos corredores estrechos. ¿Cómo lo sabía? Porque otros me controlaban, por reloj, la rapidez, como si mis paseos fueran una carrera de autos. Suponía que iba a 20 kilómetros en una lancha de motor. Y volaba en un ambiente de clima cálido que me hacía sentir tan libre como aquellos pájaros que se paraban en el árbol de lima.
Hoy veo patinetas eléctricas que me recuerdan la primera que rodó por las calles de Nueva York. ¡Y sonrío! Ya la gente aprende a manejarlas con mayor control. He visto jovencitas con gafas, gabardina, maleta y casco dominando con altura, este tipo de transporte. Sin embargo, he presenciado a muchachos varones, bien vestidos, con casco puesto y zapatos de suela gruesa, cayéndose al suelo al esquivar el borde del andén.
*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano