Por HERNÁN LÓPEZ AYA*
Mi esposa y yo tenemos a una muy buena amiga, que conocimos estudiando francés en un colegio público de Québec y con la que hemos fortalecido los lazos, al pasar de los días.
Se llama Ximena. Es una mexicana que llegó a Canadá buscando mejores condiciones de vida (al igual que nosotros). Es una mujer divertida, con humor de repentismo fino y “sin pelos en la lengua”.
El sábado pasado, su esposo estuvo de cumpleaños y nos invitaron a la celebración. Estuvimos allá; además, para festejar que “La Wey” va a ser mamá.
¡Tremenda noticia!
La pasamos muy bien, comimos “gorditas”, pastel y “guisado de cerdo”. Y claro: tenía que preguntar por los detalles del embarazo.
Todo bien. No ha habido mareos, los controles han sido positivos y la atención médica, dice Ximena, ha sido maravillosa. En su trabajo celebraron la noticia e, inmediatamente, le limitaron sus funciones para que su bebé no corra peligros.
Está feliz, y eso nos hace felices. Sin embargo, hay algo que falta, que extraña. Y eso es “su país”.
Era una obviedad (para mí), pero debía saber si prefería que su bebé naciera en México o en Canadá. Al finalizar la pregunta, su cara cambió.
Acto seguido, salió a exponerme las mil y una razones del por qué es mejor que su hijo (porque está convencida de que es un niño), nazca en Canadá. Entre ellas se encuentran la seguridad, la posibilidad de más oportunidades para él, verlo caminar por las calles hacia el colegio sin temor a que se pierda, jugando en un parque con sus amigos o trabajando juiciosamente cuando cumpla los 15 años, porque los jóvenes canadienses comienzan temprano su vida laboral y el tema de la independencia es bien importante.
Continué con la obviedad e insistí en México. En este momento hubo un silencio prolongado, entre las risas de los invitados y la música, y segundos después ella contestó, con el ojo aguado, “preferiría 100 por ciento que fuera mexicano”.
Acá comencé a escuchar las mil y otras razones de su tajante afirmación. Y hubo algo que me llamó seriamente la atención. Algo que se ha intentado hacer en Colombia (por años) pero que, no sé si por la edad o por lo desprendidos que somos, no hemos sabido cultivar. Eso se llama “amor a La Patria”.
Ella, sin titubear, me explicó que querer la bandera y al escudo hace parte crucial del crecimiento de los niños mexicanos. Y la noté supremamente orgullosa.
“Todos los lunes, sagradamente, nosotros nos colocábamos nuestra mejor prenda, la de gala, e izábamos la bandera. Además, cantábamos el himno con todas sus estrofas (tiene 10). Eso es una obligación en todos los colegios mexicanos. Nosotros defendemos nuestro país “a capa y espada”, y no permitimos que lo maltraten, así tenga los problemas que tenga”, me contó.
En ese momento sentí algo de vergüenza, porque me acordé de mis izadas de bandera en el colegio, que servían más para “mamadera de gallo” entre compañeros, y me di cuenta de que nuestro “amor a La Patria” está convertido en un tema de eventos deportivos o reconocimientos específicos a nivel internacional (que no está mal), pero que, para mí, no son suficientes.
Ella insistió al terminar su relato, y con énfasis en el 100 por ciento, que preferiría el nacimiento en México. Pero como las cosas en ese país tampoco están tan bien, pues le tocó salir corriendo. Además, dejó en claro que, ahora, tiene otra nación para apoyar: en la que vive, que es la misma en la que nacerá su pequeño Élian. Y que por eso, a su manera, apoya a su nuevo terruño, comprando los alimentos cultivados en él, aprendiendo francés a todo momento y comportándose bien. Todo, pensando en el futuro de ese hijo que, con seguridad, defenderá a su país como “gato patas arriba”, porque conociendo a la mamá, no permitirá que sea de otra forma. En la otra barrera está Humberto, el homenajeado de la fiesta. El hombre está contento y no ve la hora de la llegada de su consentido.
Creo que necesitamos reflexionar y tomar el ejemplo de Ximena. Nos dimos cuenta, de viejos, de que los tres colores de la bandera o nuestro escudo representan un millar de cosas positivas, que no se deben utilizar para cambios caprichosos y que, así nos haya tocado vivir “las duras y las maduras”, es nuestro país y debemos apoyarlo y respetarlo. Y cuando se vive fuera de él, la vaina se nota más, duele más lo que le pasa y llega la impotencia por no poder hacer mucho desde tan lejos
Entonces, la pregunta es: ¿es mejor nacer afuera? Creo que la respuesta no existe. Porque en mi caso o el de Ximena, nacimos donde nos tocó y queremos nuestra tierra. Y de una u otra forma, la hacemos respetar. Y lo mismo le pasará a Élian, que nacerá en Canadá, en noviembre.
O para mucha más cercanía mía, algo similar le sucedió a mi amigo Héctor Prieto, que también vive en este país, desde hace más de 10 años, y tiene dos canadienses muy simpáticos: Daniel y Emily. Hablan tres idiomas, son deportistas y poseen la virtud latina de divertirnos con sus comentarios y ocurrencias en español, francés e inglés.
Vengamos de donde vengamos o nazcamos, no elegimos llegar a ese lugar. Pero aprendimos a quererlo porque quisimos. Y ese es el primer paso para que “la tierrita” mejore: Quererla.
Yo siento orgullo por mi país, por mi Bogotá caótica. Y creo que la mejor mano que les puedo dar es portarme juicioso y demostrar que Colombia es un lugar de decencia, respeto y trabajo duro.
No es tan difícil. Hay que seguir haciéndolo…
@HernanLopezAya
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años