Por HERNÁN LÓPEZ AYA*
Voy a llegar a mi tercera navidad lejos de la casa.
Pero, ¿a qué le llamamos casa?
Comencé a imaginar qué cabría en el concepto y, hasta este momento, no he logrado definirlo con certeza. Y no porque no sea capaz; es que creo que hay muchas vainas buenas que lo pueden engrosar y un temor a dejar otras por fuera.
Y, ¿por qué la tercera?
Pues porque hace tres años dejé Bogotá y llegué a Canadá.
Estos días decembrinos, así no lo queramos aceptar, nos obligan a la reflexión y a evaluar qué tanto hemos hecho o hemos perdido. Y mucho más, cuando ser migrante está “a la orden del día”.
Durante los 49 años que viví en la capital, la navidad siempre tuvo una dinámica establecida, certera, pero que permitió pequeños cambios para intentar hacerla más divertida.
La línea de tiempo base, de esta actividad, tiene cuatro puntos claros, en mi concepto:
- El 7 de diciembre o Día de las Velitas.
- El 16 de diciembre o inicio de la Novena de Aguinaldos.
- El 24 de diciembre o Día de Navidad.
- Y el 31 de diciembre o Día del Fin del Año
Una estructura simple que marcó, desde mi infancia, lo que debía celebrar, la forma de hacerlo y lo que iba a conseguir si lo hacía bien. Pues, sin muchas trabas, cumplí “a rajatabla” lo que me pedían, durante un buen tiempo.
Estudiar juicioso, no fregarle la vida a mi hermana y ser un “Lord” en las fiestas familiares (que eran de no menos de dos días, con mi mamá a la cabeza), fueron los objetivos a cumplir. Signos de buen comportamiento me representaron, entre muchas recompensas, valiosos objetos como un balón Mikasa #5, un camión Tonka, un Mercedes Benz a control remoto, guayos de color negro y hasta un Atari 2600 con dos controles Joystick.
No obstante, con el paso de los años, sentí que la situación se estaba congelando, anquilosando. Y ya no era tan chévere cumplir la tarea. Entonces, anhelé un cambio drástico, decidí “poner problemas” y darle un giro a esa conmemoración “chapada a la antigua”.
Pero con lo que no contaba era con que la vida me iba a dar una sorpresa, que cambiaría el resto de mis días decembrinos, o mejor, de los que llevo vividos.
En 1988, la muerte de mi mamá nos tomó a todos por sorpresa. A sus 42 años de vida, una enfermedad la superó y, simplemente, nunca quisimos que se fuera. Desde ese día, ya no fue necesario “poner problemas” porque las navidades, obligatoriamente, iban a ser diferentes. Duras, pero diferentes.
Las recompensas cambiaron, al igual que las actividades. Las ceremonias ya no fueron “sacras” (más bien, profanas), y el significado navideño trastocó.
El disfrute (a mi manera), se volvió prioridad.
A esa edad, quinceañero libertino con una importante compañía de mis amigos y mi hermana, las fiestas marcaron el camino. Y la línea de tiempo básica, sin cambios, fue desarrollada con actividades que incluían, entre sus invitados, a Wilfrido Vargas y sus éxitos; a Soda Stereo, en momentos de diversidad musical; a Diomedes Díaz, en el furor del convite; y a los Enanitos Verdes, cuando el azul tenebroso de la madrugaba marcaba, normalmente, la hora de irse a dormir, pero que para nosotros significó el inicio de una segunda jornada, continua, de conmemoración.
Llegamos al punto de celebrar y premiar “lo celebrado”. Por ejemplo, como antesala al 24 de diciembre, decidimos otorgar los “Premios Grammy” a lo mejor del año, en materia de ocio e irresponsabilidades.
Los galardonados se dividieron las estatuillas entre categorías como la peor borrachera y la mejor parranda, premio que me llevé en 1995 por mi fiesta de grado de universidad, en la que, con todo éxito, hicimos pasar un alto número de vergüenzas a mi papá, con actividades como un boleo voraz de uvas y el desmantelamiento de adornos florales acompañados con botellas de vino, que fueron abiertas por mi primo “Chato”, con experticia inconmensurable, mientras que golpeaba la base de ellas contra una toalla gruesa, pegada a una pared, para expulsar el corcho.
Pasaron los días y los cambios siguieron. Pero estos, ya, con más compañías, más tranquilidad y diferentes sentimientos. Las jornadas y las antesalas a las fechas estuvieron llenas de momentos divertidos prendiendo velitas con mis hijas, comprando regalos para ellas o sus “pintas” de fin de año. O celebrando esos momentos en compañía de la familia, repletos de alegrías. Volvimos al inicio.
Actualmente, estos días los paso con mi esposa, que es una gratísima compañía. Por fortuna, a mí no me hace falta la fiesta y a ella no le gusta mucho. Por fortuna, ella cocina “de maravilla” y a mí se me ha abierto el apetito. Por fortuna, nos reímos mucho; peleamos, pero es más lo que nos reímos. Y todo eso compensa, de manera sólida, el estar lejos de mis pequeñas y mi nieto, lejos de las risotadas de mi hermana, lejos de los comentarios ácidos de mis amigos, lejos de los abrazos de mi abuela, de los chistes flojos de mi papá, de un millar de situaciones que vivimos en diciembre.
Sin embargo, las recompensas no faltan. Y esas se resumen en una sola palabra: Felicidad.
Sí. Esa es la conclusión. De mil maneras, este mes siempre nos va a llevar a eso. A pesar de un mundo de imprevistos y de problemas que no faltan, nos da espacio para, al menos, una sonrisa. Y ese es, tal vez, el premio más importante. Sin duda alguna, diciembre es sinónimo de felicidad.
Entonces, sin pensarlo dos veces, mi consejo es disfrutar; mucho o poco, pero disfrutar. Créanme: eso reconforta el alma, y de qué manera…
¡Feliz navidad, para todos!
* Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.
@HernanLopezAya















