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Palomino, una joya de portero

Por MARÍA ANGÉLICA APARICIO P.

Lo destaca su uniforme azul oscuro y su sonrisa al acecho del bien. Está siempre de buen humor. Saluda con su expresión alegre y despejada. Es un hombre maduro con los dedos gruesos y los pies sujetos a la tierra. Me dijo que está por cumplir los veinte años de servicio como portero.

Se llama Palomino. Palomino conoce a los propietarios de mi edificio por sus nombres, sus apellidos, sus madrugadas, y sus fechorías, ojalá benignas, cuando llega la noche. Conoce las calles del vecindario y las tiendas. Reconoce a otras familias que no viven en mi edificio y que vigila con profesionalismo. Observa todo con detalle como un águila de la mejor raza.

Tiene un humor tan fino que hablar con Palomino me resulta la diversión más grande. Prefiero sus charlas que montar en bicicleta. Sus ideas traviesas levantan hasta las gallinas moribundas del tío que las cría. Carcajearme con sus chistes es el remedio contra toda clase de angustias y dolores agudos.

Consciente de sus ocurrencias, una buena mañana le pregunté si tenía algo extraño en mi vestido. Palomino me examinó como si estuviera detrás de una puerta medio abierta; de reojo.

– ¿Estoy bien vestida? –le pregunté. Me dijo que diera media vuelta. Lo hice tan despacio como la pala de una grúa manejada sin pericia.  – ¿Qué opina? –volví a preguntarle.

Me propuso que diera la vuelta completa. Como una tonta metida entre su jaula, di una vuelta de bailarina. Luego miré a Palomino inquisitivamente. ¿Y bueno?

Me hizo dar dos vueltas enteras. Cuando ya estaba por iniciar la tercera, lo paré en seco. Bueno, Batman. ¿Tengo o no algo en el vestido? Del susto, Palomino no chistó ni mu.

Tuve que pararme en un espejo y observar las prendas como si fueran varios ratones de laboratorio. Ahí supe que estaba vestida con una combinación de negros, azules oscuros, medias rojo carmesí y zapatos que no cuadraban. ¡Parecía una loca a punto de iniciar el primer show del circo!

Días después, en una bonita mañana de octubre, bajé a toda prisa por las escaleras. Traía en la mano el collar de perlas, uno de mis favoritos. Le pregunté a Palomino si podía ponérmelo, en vista de que lo había intentado, sin suerte, varias veces. Abrió la boca como si estuviera a punto de recibir un manjar salado de China. Vi que su cuerpo se sacudía como un meloso jovencito.

Al día siguiente regresé con otro collar. Ya Palomino estaba listo para engancharlo a mi cuello. Cerró el broche con cuidado, avisándome que podía apreciarlo en su espejo de bolsillo. Obediente como una cabra domada, hice todo lo que me dijo. Luego recogí la maleta y el abrigo que los había dejado en el sofá del primer piso. Gracias a Dios había un portero en casa.

Al tercer día, corrí como un pájaro para alcanzar la recepción y salir a la calle. Estaba retrasada. Cuando puse la mano en el picaporte de la puerta principal, Palomino gritó: “¿Y el collar?» Pensé en el portero como ese sinvergüenza, detallista y aprovechado que no dejaba pasar ninguna pieza suelta. Tres cuadras adelante, solté una estruendosa carcajada. ¡Palomino merecía un brindis!

Una noche, busqué a Palomino para preguntarle si le interesaban unas tazas para tomar el té. Se las describí como unas piezas inmaculadas y limpias, con los platos correspondientes, también sin ranuras. Me respondió que no tomaba té; lo suyo eran las gaseosas y las cervezas. Pero la curiosidad lo atrapó.

– ¿Será que puedo verlas? –terminó diciéndome.

Le mostré una taza con su plato. Palomino los miró con sus gafas puestas, detallándolos con minucia y peor que un relojero cuando examina un reloj inservible. Comencé mi ataque de preguntas: ¿Tiene una esposa, mamá o una amiga? ¿Vive solo? ¿Por qué duda de semejante belleza de juego? ¿Piensa que voy a cobrarle?

No hablaba. Estaba mudo de sorpresa, o posiblemente, mudo de felicidad. Detrás de sus gruesos lentes seguía inspeccionando los dos elementos de una vajilla decorada con gusto. Era de marca italiana y elaborada por un artesano experto. Puso el plato y la taza sobre la mesa de recepción, mirándome con su rostro azorado y pensativo.

– “Me gustan estos platos, están finos, demasiado finos”.

Le ofrecí tres para que su esposa -porque sí estaba casado- bailara de emoción. Envolví los platos y las tazas en papel de seda; los cubrí con papel periódico y luego los acomodé en una bolsa plástica. El joto lucía provocativo para los ojos de Palomino. Cuando terminó su turno de trabajo, se llevó esta ganga para dárselo a su señora y disfrutarlo en casa.

Días después, comenzó el parloteo de Palomino sobre su vajilla de piezas italianas elaborada en colores fuertes y neutros. Me recordaban a los platos de Toledo -en España- por su combinación de azules en fondo blanco. Empezó a describirme el té ­que ahora se tomaba -como todo un inglés fiel a esta bebida- en aquellos trastos que estimaba de lujo.

Así es Palomino, la gran joya de mi edificio.

Esta historia es real. El nombre de Palomino es ficticio

* Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.

Columna de opinión

Las opiniones expresadas en las columnas de opinión son de exclusiva responsabilidad de su respectivo autor y no representan la opinión editorial de La Veintitrés.

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