Por Hernán López Aya*
El 7 de septiembre de 1978, la salsa dio a conocer al que quizás sería el álbum más importante de su historia. Nació en compañía de personajes como “Pedro Navaja”, el chico “Plástico” y advirtió que alguien estaba “Buscando Guayaba” por la vereda del 8 y el 2.
“Siembra” es el resultado de la genialidad de la dupla integrada por Willie Colón y Rubén Blades. Es considerado el trabajo más comercializado del género; tres millones de discos vendidos y un montón de seguidores demuestran que esta “disertación” partió la historia de la salsa en dos, en un momento en el que muchos querían dedicarse a hacer música disco porque daba más plata.
Hace algunos días, en los premios Grammy Anglo, otra siembra fue reconocida. Una que Blades decidió hacer en compañía de Roberto Delgado y su orquesta, y a la que llamó “Siembra: 45° Aniversario”. Fue grabado en vivo en Puerto Rico y la secuencia original del disco fue interpretada y respetada con “linealidad sacramental”.
Tremendo trabajo; tremendos solos y coros; tremendo homenaje a Luis “Perico” Ortiz; y tremenda polémica.
Para los “gomosos” del género, no es un secreto que entre Blades y Colón existe una enemistad de muchos años. Este último (el dueño del trombón), al conocer el premio por el homenaje, criticó al panameño y lo sindicó de haber “clonado su trabajo sin darle algún tipo de crédito”.
Publicaciones van, respuestas vienen y hasta ahí. La polémica no pasó a más niveles; la polémica se quedó en el replique y las justificaciones pero dejó esa sensación amarga de la elección de bandos y de quién es el mejor: si el uno o el otro. Es un conflicto de padres divorciados, a mi parecer.
Después del totazo, y como lo hacen los hijos de relaciones rotas (me incluyo en el grupo), decidí rebuscar en mi memoria salsera y rescatar los mejores recuerdos de lo vivido en familia. Tres efemérides salieron del baúl y a continuación las compartiré con ustedes.
La primera: mi llegada al género. La causa, un casete; la consecuencia, un amor insuperable por estos ritmos.
En el año 1989 (si mal no recuerdo), mi hermana Mónica viajó a Popayán con su novio de la época y se gozaron una descomunal semana de fiesta, con algo de alcohol. Ella, encantada con la excursión y “apercollada” en los brazos del dios Baco, regresó a Bogotá con mucho “swing” y un cartucho TDK de cinta de cromo que contenía 60 minutos de lo más poderoso de la “heavy” salsa.
Lo escuchaba día y noche, logrando fortalecer su amor por los ritmos y, de paso, enloquecerme porque me parecía aburridísimo. Me encantaba insistirle en la “jartera” del ritmo, llevarle la contraria y hacerle la vida incómoda (perdón por la confesión). Un día, de esos de clases, el casete quedó sobre el mueble del equipo de sonido, desprotegido, y mi intención de desaparecerlo fluyó. Acomodé mi coartada, analicé las consecuencias de la delictiva salvación y decidí, antes de que la víctima pasara a mejor vida, darle la oportunidad de una última reproducción.
Le di “play” y ¡oh sorpresa! Sonó “La Temperatura”, de los Hermanos Lebrón. Y la siguió la canción “Fe”, de la misma orquesta. Mi instinto asesino alcanzó los niveles más bajos (perdió su voluntad) y mis oídos habilitaron la autopista a una gigantesca cantidad de momentos de alegría musical que aún sigo disfrutando.
El segundo recuerdo: la llegada a las pistas de baile. La causa, afanosas ganas de fiesta; la consecuencia, dominar el ritmo de manera decente y un montón de fiestas.
Año 1991. Primer semestre de periodismo y una maleta repleta de rumores. En esos días conocí al gran Diego, un trigueño “dicharachero” que se convirtió en mi “Sensei” del ritmo y me llevó a conocer lo que llamamos en esa época “bailaderos de salsa”. En el colegio siempre me hablaron de estos sitios, ubicados en un céntrico barrio de Bogotá. Y al llegar a la universidad, con la posibilidad de aclarar los murmullos, el dios de la rumba me puso en el camino a uno de sus “apóstoles”.
“Curuba”, “El Goce Pagano” y “Anacaona” fueron los templos frecuentados durante un año, todos los jueves y viernes en las tardes. El apóstol se encargó de mi primer contacto con la cañandonga, mi primer toque de campana y mi primer reto en la pista de baile, que fue superado con decente puntaje y celebrado por una morena chocoana de un metro con 82 centímetros de sabrosura. Ella era, en el lugar, la embajadora del préstamo de instrumentos musicales, la encargada de la diplomacia salsera y el contacto con otras “féminas” con las que bailé. Meses después, les insistí a mis amigos de barriada, para que fuéramos a esos terrenos. Y qué bueno que la pasamos.
Tercer recuerdo: amagos de reconcilie. La causa, dos colosos que se juntaron; la consecuencia, 900 segundos de murga después de un engaño.
Superada la universidad e intentando hacer vida como periodista (año 199 y algo), los papás separados tuvieron un reencuentro. La casa fue “El Campín”. Blades y Colón tocaron y cantaron sus mejores cortes, como pareja destacada, y le rindieron un homenaje a Héctor Lavoe. Nuestra insistencia para que interpretaran “La Murga” duró todo el concierto. Llegó la última canción del espectáculo y, con ella, la encendida de las luces del estadio, lo que marca el fin. Empezamos a abandonar la cancha cabizbajos; pero, dos minutos después, un trombón entonó las primeras notas de ese fastuoso himno panameño. Llegó “La Murga”, con Blades y Colón, y llegó la esperanza de la reconciliación en la casa. 15 minutos duró el improvisado momento; y con las luces encendidas. Qué bonito.
Son 35 años de amores con la salsa. 35 años de emociones, alegrías, recuerdos, notas musicales y de haber molestado hasta la saciedad a mis amigos, para que me acompañaran a bailar. Y vuelvo y lo repito: ¡Qué bueno que la pasamos!
Pero como en todo amor, los altibajos aparecen. Y en muchos casos, llegan las decepciones, “las tusas”. El casete de mi hermana se perdió, seguramente, en algún trasteo (no fui yo). Dos de los tres sitios de bailada se acabaron; el sobreviviente permanece en el centro de la capital. Diego se fue a Dubái y se volvió el rey de la fiesta Latina. Y Blades y Colón, seguramente, no se volverán a juntar. Además, el trombonero anunció, en la Feria de Cali de 2023, que esa sería tal vez su última aparición en los escenarios.
Por fortuna quedan las grabaciones, las ganas de seguir bailando y las historias para contar. Queda el legado, las mezclas de ritmos, la necesidad de música decente (como la que crea La 33), la esperanza de que jóvenes seguidores bailen al ritmo de la traversa de Johnny Pacheco o las letras de la chocoana Mimi Ibarra (como “Juguete de nadie”), entre muchas efemérides. Y los más importante: quedan dos versiones de “Siembra”.
Hay que seguir salseando. Parece ser una “regla de vida”.
Bonus track (acá van 2):
- Les dejo el link de mi lista de salsa, para quienes la quieran conocer:
https://open.spotify.com/playlist/1x4tMydE3R0Dvp9fowFbLI?si=846b550ba7954c61 - Gómez, mi mejor amigo de la universidad, no me acompañó a los bailaderos de salsa. Por esos días era un cuentero rebelde, seguidor de Metallica y Iron Maiden. Pero años después, la vida lo llevó a trabajar al salsibar “Las Tumbas”. Definitivamente, nada es gratis en la vida.
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.
@HernanLopezAya