Por María Angélica Aparicio P.*
Compré un tiquete para visitar dos sitios turísticos. Escogí la segunda opción –porque el día era corto– sin remordimiento, sin apretar los labios del posible susto que me daría después. Subí al bus que estaba a punto de arrancar de la estación. Esa mañana, pocos pasajeros me acompañaban en la odisea de conocer lugares de gran impacto cultural. Permanecí pegada a la ventana como una adolescente regañada, mientras el bus corría por la carretera de la Coruña, en la provincia de Madrid (España).
De repente, el conductor bajó la velocidad y tomó una carretera que parecía metida –adrede– en el interior de una zona enorme, tapada por árboles de pino, chopo y roble. Era prodigioso ver ese bosque –de presencia inesperada–, cubierto por una mullida alfombra de hojas secas que rodeaban la base de los árboles.
Una puerta de hierro, cerrada, hizo las veces de semáforo. El conductor detuvo el autobús, anunciando que era la parte más alta del risco. ¡Habíamos llegado! Estaba a 1.758 metros sobre el nivel del mar. ¡Yuju! Desperecé las piernas, bajando del vehículo después del último pasajero. Levanté la cabeza para alcanzar, visualmente, la punta de la cruz que estaba ahí, a varios metros. Era una cruz católica monumental. Desde abajo, sentía su tremenda fuerza. ¡Rayos! Había hecho una excelente elección al venir aquí.
La cruz, de 150 metros de altura, me atrapó como la trampa de un ratón: no le quitaba los ojos de encima. Aquella estructura debía pesar, mínimo, sus doscientas toneladas. Escuché que había sido montada sin andamios. ¿Sin andamios? No podía imaginar semejante labor, pero era cierto que pirámides, coliseos y acueductos antiguos, se habían hecho sin ayuda de plataformas metálicas.
Un vozarrón tremendo cortó mis reflexiones. Invitaban a los turistas a abordar el funicular que estaba por subir. En sus vagones se podía contemplar la cruz en toda su grandeza, pero la máquina me pareció tan rudimentaria, tan pequeña, que preferí quedarme en tierra. Así fue como descubrí que la cruz era apenas el botón de un inmenso pajar, y que el pajar era el controvertido “Valle de los Caídos”, uno de los grandes patrimonios de España.
En los años ochenta, –1987– los españoles odiaban este Valle. Viéndolo ahora, no lograba comprender el desprecio que mostraban por conocer este complejo descomunal, propuesto y supervisado por el general Francisco Franco Bahamonde. Estaba segura de que el arte, como un valor intangible, había que separarlo de los malos sentimientos colectivos derivados de la política. Tal vez despreciaban el Valle porque en este lugar había una Basílica donde se hallaba enterrado el mismísimo Franco, el hombre que por años gobernó a España tan férreamente, que su cuerpo y mente parecían de hierro.
Estaba parada en el “Valle de los Caídos”, un terreno elegido por el propio Franco antes de 1940, para conmemorar –con una obra arquitectónica– su victoria en la guerra civil española. Quería rendir homenaje a los soldados –sus soldados– que perdieron la vida durante el conflicto. La fabulosa cruz con sus brazos extendidos, de 24 metros cada uno, parecía abrazar a todos aquellos –franquistas ya muertos– que llevaban años descansando de esa guerra detestable.
La cruz –para mí un diminuto botón del pajar– no estaba sola en el Valle, ni en el risco de la Nava. Un conjunto de creaciones arquitectónicas se había construido para acompañarla: Una preciosa Basílica, un bonito Monasterio, un importante Centro de Estudios Sociales, una lujosa hospedería.
El Monasterio católico se construyó por orden de Franco cuando supo que era necesario levantarlo. Las joyas que se encontraban en el interior de la Basílica, incluida su propia tumba, debían cuidarse. Entonces decidió que dicho Monasterio sería edificado en la parte baja del risco. Veinte monjes y varios novicios de la comunidad religiosa de los Benedictinos tendrían a cargo su custodia permanente, y la celebración, cada año, de cuatro misas que se realizan con invitados importantes.
Mientras el funicular subía a la cima del risco, entré en la Basílica. Me hallé en un recinto de 262 metros de longitud donde Franco dormía hasta el 2019. Noté la inmensidad del espacio físico. Admiré las baldosas del piso y, extasiada, recorrí las esculturas que adornaban su interior. Luego visité las seis capillas dedicadas a la Virgen, decoradas con bellas pinturas y lámparas adosadas en las paredes.
Al final, busqué el altar mayor para llegar a la cúspide de esta obra inolvidable. Quería ver el crucifijo del escultor Julio Beobide porque al alumbrar la imagen de este Cristo, con un foco intenso de luz artificial, quedaba el turista estupefacto.
Salí de la Basílica pensando que el trabajo de ingenieros, arquitectos, pintores y escultores había sido de lujo. Hasta le di los méritos al “Generalísimo” Franco. Su proyecto visionario y artístico había sido su acierto más grande.
*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.