Por MARIA ANGÉLICA APARICIO P.*
Segunda parte
En su libro “Las 999 mujeres de Auschwitz”, Heather Dune Macadam, nos detalla que algunas judías, nativas de Eslovaquia –zona oriental de Europa–, recorrieron a pie, en pésimas condiciones de salud y atuendo, más de 300 kilómetros. Caminaron durante días enteros con la sola idea de regresar a su tierra para redescubrir la historia que habían dejado atrás.
Corría el año 1945. Estas chicas abandonaron, por siempre, el campo de concentración de Auschwitz tras ser liberadas de los abusos de los alemanes. Se fueron como estaban, enfermas de cuerpo y mente, exhaustas, hasta los pueblos donde habían nacido en la bonita Eslovaquia que recordaban. Cargaban con los retratos mentales de las calles, los almacenes, los parques, sus hermanos menores, sus tíos, todo el clan familiar.
Llegaron a sus pueblos, en definitiva, agotados. Regresaron sin agua, sin pan, sin ninguna moneda oficial en los bolsillos. Muchas no hallaron a sus familiares, a sus vecinos de toda la vida, a la gente conocida. Las casas de sus padres habían sido vendidas a otros, por una suma irrisoria. Linda Reich –una sobreviviente eslovaca– tardaría veinte años en recuperar la casa familiar, vendida por un dólar, a un antipático ucraniano.
Muchas de estas jovencitas eslovacas se encontraron con situaciones escalofriantes, como en Humenné. Este pueblo pequeño pero acogedor, estaba situado al oriente de Eslovaquia. Aquí vivían cerca de dos mil familias judías antes de 1942, una comunidad inmensa para la época. Cuando arribaron al pueblo, cien familias judías seguían vivas. ¡Cien! Las demás habían muerto en Auschwitz y en otros campos de exterminio localizados en Polonia.
El pueblo eslovaco de Presov parecía un desierto: de cuatro mil familias judías, solamente catorce habían sobrevivido a la ley de deportación impuesta por los alemanes. El resto de la población, trabajadores, civiles e inocentes, habían desaparecido de la faz de Eslovaquia y de Europa. En tres años de guerra tuvieron que abandonar sus casas, para morir bajo los gritos atroces de los alemanes.
Estas eslovacas que volvieron a sus hogares, fueron deportadas a Polonia en 1942, para construir Auschwitz. Después, ayudarían a erigir Birkenau, una zona de 117 hectáreas situada a tres kilómetros de Auschwitz, donde vivían y trabajaban adolescentes y mujeres, presas, de varias edades.
En los alrededores de Birkenau no había bosques, viviendas, establos para animales, o pasto estéril para la agricultura. El suelo del campo era un extenso tapete de arcilla donde se apilaba la ropa de los prisioneros que llegaban a Auschwitz sometidos por la fuerza. Zapatos, abrigos, carteras, bufandas, guantes, joyas, comida, maletas cerradas, formaban verdaderas montañas de artículos que pertenecían a judíos, franceses, húngaros, polacos y rusos. Quien arribaba a estos campos alemanes, perdía sus bienes, incluidas las prendas esenciales para soportar los crudos inviernos.
Pocas eslovacas sobrevivieron al brutal trato de los nazis. Antes de que llegaran los rusos, los franceses y los ingleses a liberarlas de la opresión, los alemanes sacaron a los prisioneros –hombres y mujeres– de Birkenau y Auschwitz. Los pusieron a caminar bajo temperaturas heladas, hasta una zona específica. Ahí centenares de mujeres y hombres abordaron los vagones que habían dispuesto, aptos para el transporte de carbón. No había puertas en el techo –a veces a los lados–, y el frío se colaba, paredes adentro, sin ninguna piedad.
Los prisioneros que sobrevivieron en estos vagones, llegaron a Ravensbrück, a Retzow, a Bergen Belsen cuando la segunda guerra estaba por terminarse. Eran campos de trabajo localizados en Alemania, ocupados por personas de distintas nacionalidades, entre ellos, judíos de muchos países. Los trajeron a estos lugares a continuar su infierno: a dormir en el suelo sin cobijas, a trabajar de día hasta el cansancio. Edith Friedman –una sobreviviente entrevistada por la escritora Heather Dune– detalla que eran terribles el hacinamiento, los olores y la suciedad.
Cuando las adolescentes eslovacas llegaron a su tierra natal, en Eslovaquia, descubrieron por qué habían terminado en manos de los alemanes: Josef Tiso, el presidente de su país desde 1939, había negociado a nombre del gobierno nacional, la suerte de los judíos. Comerció con el alto mando alemán, un cobro. Los alemanes pagarían 500 marcos por cada judío que se deportara a zonas europeas ocupadas por Alemania.
En un tiempo récord, Tiso tuvo en sus manos 45 millones de marcos a cambio de entregar a los judíos que irían directo al odioso campo de Auschwitz. Primero partieron las niñas, hijas de familia, bajo el pretexto de que su gobierno les daría trabajo durante tres meses; después, sacaron a familias enteras del interior de sus casas, en pleno día, o en la oscuridad de las noches.
Tras finalizar la guerra, el bandido de Tiso se exilió en Austria y en Alemania, hasta su captura definitiva. ¡Horror! Era un sacerdote católico, creyente de esta fe, que terminó bendiciendo las leyes de Nüremberg decretadas por Adolfo Hitler para comenzar la dispersión judía. Su detención lo llevó a un Tribunal Nacional de Bratislava, capital de la actual Eslovaquia. Fue declarado culpable de crímenes de lesa humanidad. La sentencia fue tan firme como su lucha por exterminar a la comunidad judía: murió fusilado por las autoridades checoslovacas.
¡Dios! Algún tipo de justicia se había logrado.
*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.