Tito: Un líder polifacético

Josif Broz TITO
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Por MARÍA ANGÉLICA APARICIO*

Parecía un niño, un niño grande con ideas propias. Nació en una familia de campesinos, allá en Croacia, Yugoslavia, cuando finaliza el siglo XIX. Procedía de un hogar con siete hijos a bordo. Ocupaba el puesto séptimo entre sus hermanos, que resultó ser también el último. Ayudaba con las labores del campo sin hacer pereza, sin demasiado ruido, sin la rebeldía propia de la infancia.

Su padre era croata y su madre había nacido en Eslovenia, en aquel país, pequeño por naturaleza, que alguna vez fue colonia de la Unión Soviética. Era un chico desenvuelto, curioso y de gran intelecto. Se llamaba Josif Broz. Con los años, terminaría conociéndose como Tito, el yugoslavo que haría historia en su país antes y después de la Segunda Guerra.

Cuando era un infante, sus padres lo dejaron en compañía de sus abuelos maternos, en Podsreda, quienes vivían en el campo en una casa cómoda, junto al ruido y el caudal de un río. Los abuelos le enseñaron el bosque de las inmediaciones. Tito aprendió a reconocerlo. Recorriendo a diario, descubrió que servía para esconderse, para escabullirse en medio de un pleito, para desaparecer de un enemigo que estaba por caerle encima, experiencia que en las guerras le sería útil.

Durante la estadía en el pueblo de Podsreda, localizado en Eslovenia, no ingresó a ninguna escuela. Sin embargo, aprendió con sus abuelos sobre los caballos más que ningún otro chico de su edad. También comenzó a tocar el piano de la casa. Radiante, se pegó a este órgano musical como si fuera una adorada pista de autos. Tocó melodías, muchas, sin llegar a ser un profesional de carrera.

Al regresar a la casa de sus padres, Franjo y Marija, cuando ya habían fallecido tres de sus hermanos, creció su cariño por los perros. Pronto tuvo a Polak, que sería su fiel compañero de andanzas. En Croacia, Tito continuó sus labores agrícolas ayudándole a Franjo, como lo hacía antes de marchase a Podsreda.

Una buena tarde, su padre le presentó a un maestro experto en cerrajería. El hombre retuvo a Tito durante una temporada. Le mostró los pequeños y grandes secretos de este arte, para que se ejerciera en el oficio, ganara dinero e iniciara un proyecto de vida distinto al campo.

Con ahorros propios, decidió viajar por las regiones de Croacia, su región natal. Embrutecido con los paisajes y las ciudades, resolvió conocer Europa. Estuvo en Alemania donde se vinculó -según la historia- en la fábrica de automóviles Benz, que entonces producía todo tipo de autos de lujo. Luego se trasladó a Austria, la pequeña nación del centro de Europa. 

En Viena, capital de Austria, Tito se enamoró de la ciudad. Se derritió con la música, con los bailes tradicionales, con la vida de cuento de hadas que allí se llevaba. La ciudad física lo atrajo como un imán y no quería dejar sus calles, ni los palacetes que descubre como escenarios de un libro infantil. Para aprovechar su estancia, tomó cursos de baile y de esgrima, estructurando en estas ciencias que eran nuevas para él. Mejor que nadie, sabía que necesitaba ensayar, explorar todo, ser un primíparo experiencial, pues no había tenido oportunidad, como otros niños, de ingresar a las instituciones educativas de Yugoslavia.

Pronto se embelesó con una joven rusa, bonita y adolescente, llamada Polka. Por años, fue la mujer que fijó sus pies en la tierra, la mujer que lo hizo madurar. Tito se casó con Polka agradecido con la vida. Y Polka, -de dieciséis años- se unió a Tito como ese caballero apuesto que la deslumbraba con su carisma y con la facilidad que tenía para hacer amigos en cualquier parte del mundo.

Al matrimonio llegaron cinco hijos. Pero el infortunio fue más fuerte que la felicidad de la pareja: del grupo de hijos solamente sobrevivió el quinto, un varón que prometía ser un verdadero sobreviviente. Al niño le pusieron Zarko, quien, con el correr de las temporadas, sería de gran ayuda para su padre.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, Tito entró como soldado al ejército austrohúngaro. Rápidamente mostró fidelidad al cumplimiento y obediencia a las normas militares evidenciando gran dote de mando. Ascendió a sargento mayor, siendo, para entonces, el más joven en esta categoría. Como político, centró sus pensamientos en contra de los rusos, los alemanes y los italianos. No pegaba con sus políticas nacionalistas, ni con sus fuerzas militares. No deseaba estar cerca, a ninguno de los tres grupos.

Frente al auge nacionalista que se vislumbraba en Alemania e Italia, Tito comenzó a distanciarse física y mentalmente del nazismo y del fascismo. No era Adolfo Hitler, ni sería otro Benito Mussolini. En lo más profundo de su ser, no encarnaba a ninguno. No los quería representar. Él era un comunista, uno totalmente convencido. No lo obligarían a inclinarse en beneficio de nadie. 

Obsesionados, los alemanes no dejaron en paz a Tito. Lo persiguieron más que a las zumbonas moscas de verano, que a las horribles cucarachas. Querían encerrarlo en una celda inmisericorde. Le montaron operaciones militares para capturarlo. Numerosos soldados lo corrieron por los bosques con sus fusiles en mano. Pero Tito conocía el ecosistema mejor que nadie, y siempre salió ileso, desapareciendo, triunfante, del radar de sus enemigos.

En 1953 asumió el liderazgo de Yugoslavia como presidente del país. Entonces ya era un comunista de gran talante y un mariscal de renombre. No quiso juntarse con la ideología y los parámetros soviéticos. Quería un comunismo distinto, lejos de José Stalin y sus camarillas, lejos de la obediencia ciega que se pregonaba en los países satélites de la Unión Soviética. En Yugoslavia desarrolló un comunismo independiente, sin ataduras con ninguna ideología, sin lazos con los líderes que entonces dirigían a Europa.

En su cargo de presidente, se dio a conocer como un hombre alegre, tremendamente simpático, hábil para crear lealtad. Como hombre polifacético que era, perfeccionó el alemán, aprendió a cocinar y a ser excelente en gastronomía. Diferenció los vinos para beberlos con deleite. Jugó incontables partidas de billar, vio películas modernas. Tomó fotografías ejemplares, fue de pesca, metió las manos en los jardines de sus propiedades; jugó póker con habilidad, y dedicó tiempo, especialmente en los últimos años, a la cacería.

Tras su muerte, quedaron abiertas, para el público, sus residencias. Se exhibieron las marcas de cigarrillos que fumaba y el anillo con diamante que nunca se quitó. Se conoció la historia de las mujeres con quienes vivió tras su divorcio de Polka. En el Museo de Historia de Yugoslavia se expusieron los regalos que recibió, durante su mandato, como legado de su buena diplomacia y del aprecio que se ganó entre los líderes de ciento veintiocho países, un conglomerado de gente, entre civiles y militares, que lo conocieron con orgullo.

*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano

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