Por MARÍA ANGÉLICA APARICIO P*
Se convirtió en un pintor del impresionismo puro, auténtico, sin influencia de otros pintores de su época. Desde que descubrió sus habilidades para el arte, pintó dibujos, óleos, acuarelas y grabados. Trabajó de forma incansable, a diario, buscando escenas que pudiera inmortalizar.
El artista se llamaba Camille Pissarro, chaval que había nacido en la isla de Santo Tomás, el pedazo de tierra que era el centro de su inspiración, el eje de los paisajes que pintaba en las mañanas, las tardes y los anocheceres. Santo Tomás era eso: la cuna de Pissarro, un paraíso tranquilo, soñado, alojado en el océano Atlántico junto a otras islas de menor tamaño.
Pissarro procedía de unos padres de rara mezcla: papá judío y mamá de las Antillas. Frédérick –su padre– era trabajador y mantenía a la familia con la venta de los artículos que ofrecía en su almacén. Desde muy jovencito, su hijo pintaba imágenes de República Dominicana centradas en el mar, el puerto, las montañas, los barcos anclados. Pero pronto matriculó a su hijo en la Academia de Auguste Savary, en París, escuela que le abrió fronteras hacia el dibujo y la acuarela, y le dio herramientas para captar el paisaje bajo sus impresiones más profundas.
Como todos los artistas encajonados en la misma etapa de crecimiento, Pissarro tenía que luchar para sacar adelante el voluminoso paquete que guardaba como sueños: planes laborales, viajes, posibles exposiciones. A esto se sumaba un segundo paquete, el más frágil y costoso de todos: encontrar una amiga, una novia incondicional, una mujer con dulce rostro, amorosa y paciente.
Y se movió como un verdadero gusano. Pasó por la Academia de Charles Suisse, una escuela privada de arte, localizada también en París. Aquí dibujó bajo modelos naturales para aprender esa técnica. En esta sede educativa conoció a los que serían unos monstruos en el arte: Claudio Monet y a Paul Cézanne, quienes luego serían sus ávidos y entusiastas amigos con quienes formaría el conocido grupo de los impresionistas.
Un día conoció a Julie Vellay, una muchacha de frente ancha y grandes ojos negros. Julie no era, ni mucho menos, la dama distinguida de la aristocracia. Pero Camille descansó sus ojos en su rostro cuando la vio como empleada del servicio doméstico de su madre, en París. En ese momento, el mundo se paralizó para el pintor: no habría otras mujeres, y en el futuro, Julie estaría siempre con él.
Fritz Georg Melbye conoció a Camille. Era un pintor danés que disfrutaba de retratar el mar y sus alrededores. En Santo Tomás tuvo la ocasión ideal para acercarse a Pissarro y entablar una conversación ingenua, natural, que, con el tiempo, se transformaría en una inquebrantable amistad. Fritz quedó impactado con los trabajos del joven, con la destreza de sus manos, y lo alentó a dejar el cascarón familiar para buscar temas distintos a los que apreciaba todos los días.
El empujón de Fritz lo llevó a instalarse dos años en Venezuela, país donde asumió la pintura con el mismo ímpetu que lo destacaba en la isla de Santo Tomás. Tomó lápices, carboncillos y tinta para lograr escenas rurales y costumbristas de este país latino. Fritz escuchó sus inquietudes, lo orientó, le enseñó trucos distintos, fortaleció su don mientras el mismo Pissarro maduraba más.
Cuando estalló la guerra franco prusiana –año 1870– Pissarro ya era un hombre de cuarenta años, un tipo curtido en pintura. Como ciudadano, no quiso involucrarse en el conflicto de manera pasiva ni activa. Corrió hacia Inglaterra, despavorido, antes de que se dictase la orden de cumplir el servicio obligatorio. Se refugió en Londres donde siguió pintando a sus anchas, con ese ADN que ya era un trozo inseparable de sí mismo.
Buena parte de su vida la vivió en Francia. Amó París como polo de cultura, como punto de importantes exposiciones de arte; como sede de aquellos artistas que buscaron, atafagados, reconocimiento, auge, comercio y sobrevivencia. Pasó mañanas enteras en el barrio parisino de Montmartre, retratando las escenas pintorescas que aparecían en esa zona.
Vivió también en el bonito distrito de Passy, situado junto al río Sena. Aquí escudriñó otros aires, otra tranquilidad, imágenes nuevas para sus pinturas. Usó sus botas de cuero y sus chaquetas largas mientras caminaba por las calles. No dejó nunca, en casa, su sombrero negro, enorme y ajetreado. Se detenía y miraba, moviendo la fabulosa barba que lo acercaba al Moisés de Egipto.
En 1874 presentó sus cuadros en París. Fue la primera exposición impresionista de la historia. Pissarro se lanzó con cinco paisajes suyos para que una multitud los apreciara durante un mes, tiempo en que terminaba el evento. No era fácil vender una pintura en los años setenta, podía lograrse, sí, pero no consiguió que nadie se entusiasmara con su obra. Sus paisajes regresaron con él.
Un comerciante francés, Paul Durand- Ruel, buen negociante y conocedor del arte, terminó metido, enganchado, en el círculo de los impresionistas cuando conoció a Pissarro y a Claudio Monet. De inmediato, asumió el papel de mecenas medieval, uno con conocimiento y dinero, que auxiliaría a los pintores que demostraban verdaderas garras en el arte manual. Durand-Ruel compraría cuadros de Pissarro y organizaría una exposición de mandaca con setenta cuadros de Camille.
Los últimos años de Pisarro transcurrieron en Eragny-Sur-Epte, un pueblo de pocas calles donde siguió aferrado a su pintura impresionista y a la técnica del puntillismo. También compró una casa para echar raíces en la cual construyó su estudio, uno pequeño, adornado por una ventana que permitía la entrada de la luz natural que tanto necesitaba.
*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.