Por María Angélica Aparicio P.*
Apasionantes historias se vivieron en Roma mientras los emperadores actuaban como sus líderes políticos. Algunos césares, por sus maldades o tibiezas mentales, se comportaron como enfermos; otros actuaron con mayor indiferencia frente a la realidad de los ciudadanos; pocos alcanzaron la imagen de verdaderos caudillos. Parece no importar. Sus historias continúan siendo motivo de investigación, de lecturas profundas, de libros delirantes.
Roma se convirtió en el centro de las pasiones humanas de sus cabecillas. Amores infieles, venganzas, extralimitaciones, desenfreno por las bebidas, las mujeres y la milicia. Una perdición completa puesta en un solo paquete. Y así se vivió desde el surgimiento del imperio. Líderes brillantes, pero también chiflados y torpes, hicieron poco para mantener el rumbo de Roma en materia de derechos, libertades y justicia para todos. De este pésimo diagnóstico, se salva el gran emperador Adriano.
Publio Elio Adriano era nieto del senador Elio Marulino y sobrino del importante soberano que logró ser Marco Lupio Trajano. Adriano estudió en la escuela Terencia Scauro, ubicada en Roma. Aprendió griego, se interesó por la literatura producida en Grecia, se impresionó con el poder y la influencia de la cultura helena. Se enamoró del actuar y pensar de los griegos al punto de gobernar –cuando llegó su momento– como si fuera, de cuerpo y alma, un griego incorporado al imperio.
A los doce años perdió a su padre. Su vida entonces, se volteó, se puso patas arriba, hasta que Trajano decidió adoptarlo. Había una diferencia de 24 años entre los dos, sin embargo, se creó una relación de padre a hijo que, a pesar de los altibajos naturales, sobrevivió. Igual fueron las sanas y respetuosas relaciones con Pompeya Plotina, la esposa querida de Trajano, a quien supo respetar como mujer y fiel compañera de su padre adoptivo.
La influencia del emperador Trajano sobre Adriano –ahora su hijo– tuvo una respuesta elogiosa. Sin embargo, Adriano terminó forjando su imagen personal: era un intelectual antes que un político. Le gustaban las antigüedades, la astronomía, la astrología. Tenía la música como uno de sus pasatiempos: tocaba flauta. Leía libros en griego y se interesaba por las costumbres de las culturas que integraban el Imperio.
Su mente se cultivó con la sabiduría de Trajano, con las ideas de Prisco (su amigo de la infancia), de Apolodoro de Damasco (un arquitecto de grandes obras) y de un rico patricio que la historia conocería como Ceyonio Cómodo, a quien había elegido como sucesor suyo. Adriano no era un tipo analfabeto, torcido o vulgar. Supo rodearse de gente culta y seguir los senderos de la libertad y la justicia.
Tras la muerte de Trajano, Adriano subió al poder como heredero legítimo. Desde el año 117 (inicio de su gobierno) mantuvo enfrentamientos con algunos miembros del Senado, el órgano legislativo donde se discutían todos los temas. Sin embargo, asistió a las reuniones de este cuerpo, escuchando de pie los debates. A pesar de los desacuerdos, compartió charlas con los mejores senadores de su época. Hasta prohibió que en Roma se hablara mal de las actitudes que adoptaban los integrantes de este cuerpo político.
Como dirigente, una de sus decisiones claves fue perdonar las deudas económicas que los habitantes mantenían con el gobierno. Tanto en Roma como en otras provincias, hizo quemar los créditos atrasados de la gente. Las deudas ardieron como una bola de fuego en el famoso Foro de Trajano, situado en Roma. Con la quemazón a la vista de todos, nadie podía reclamar, encarcelar o castigar a nadie, a partir de entonces.
Las construcciones civiles fueron parte de los sueños sinceros de Adriano. Así que promovió la edificación de múltiples obras, entre estas, los anfiteatros. Hizo levantar el anfiteatro Románico de Itálica –situado en Andalucía, España– con el propósito de celebrar combates entre gladiadores y lucha de hombres contra animales salvajes. Este centro se levantó con tres niveles de graderías que podían albergar a veinticinco mil personas. Con el tiempo se añadieron salas para rendir culto a la diosa Némesis. Se volvió el anfiteatro más grande y destacado del imperio.
La idea de crear un mausoleo, como hicieron los faraones egipcios con las pirámides, dio vueltas y más vueltas en la cabeza de Adriano. Entonces llamó al arquitecto Demetriano a quien le encargó el trabajo. Después de varios años, el mausoleo quedó construido con las características de un castillo, ubicado en la orilla derecha del río Tíber, cerca de la Ciudad del Vaticano. El poderoso castillo sirvió entonces para su cometido: guardar sus restos, los de su esposa Vibia Sabina y los de su hijo Lucio, cuando fallecieran. Conocido como Castillo de Sant´Angelo, hoy se erige como un legado patrimonial de Italia, riquísimo en historias clásicas y en arte moderno.
Como emperador de la dinastía Antonina –la primera en gobernar Roma– Adriano pasó a los anales como un emperador sensato, menos sanguinario que Calígula, tan fuerte como Julio César y Octavio, de un nivel distinto al de Nerón. Gobernó durante veintiún años, muy consciente del uso adecuado de los impuestos, y de velar, apropiadamente, por la suerte de los ciudadanos del imperio.
*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.