Una malsana experiencia

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Por MARÍA ANGÉLICA APARICIO P. *

En su libro “Senderos de Libertad”, Javier Moro, su autor, describió la historia alrededor del caucho, de ese árbol recto y cilíndrico de madera liviana del cual se sigue obteniendo el látex, una fuente de riqueza del mismo calibre del oro y la plata. Los árboles y las plantas –como la coca– son los protagonistas de las desgracias que ocurren en América del Sur. ¡Es increíble!

Un sencillo árbol originario de la cuenca del río Amazonas, como es el caucho, engendró la violencia más despiadada de nuestra historia americana. El árbol logró incidir en la vida de los indígenas y de la gente mestiza de Brasil, a tal punto, que acabó con las ilusiones de los nativos y de todos aquellos colonos que se establecieron en el estado de Acre –al suroccidente de Brasil– para explotarlo.

Los caucheros se encontraron con la misma esclavitud rampante de los españoles: trabajo forzado, sueldos de miseria, las ambiciones de sus patrones, la venganza de los capataces de turno. Al creer que una clase de beneficios había llegado a Brasil, se toparon, en cambio, con la vida a ras, o con la muerte a una lentitud miedosa. Se habían forjado un tipo de sueño americano creyendo que, al trabajar en la producción del látex que se extraía del caucho, hallarían la gloria, la fortuna, el comienzo de una vida de bendiciones.

Al principio, el caucho constituyó un aprendizaje de interés general. En las zonas donde se hallaba plantado, de forma natural, había que identificarlo: se presentaba como un árbol de veinte y treinta metros de altura, de hojas verdes y flores pequeñas. Después, había que aprender sobre la savia, conocida como látex, y practicar su extracción. Entre más se consiguiera esa crema color blanco amarillento con rapidez y eficiencia, más posibilidades había de ganar unos centavos de más y abandonar las chabolas (viviendas de los caucheros) por otras mejores.

Pero pasaron los años y el panorama no cambió. La mala vida siguió su curso. Además del trabajo agotador, los caucheros vivían acechados por la malaria, la fiebre amarilla, la hepatitis, los animales salvajes que se desplazaban entre la selva. La vigilancia de sus capataces, como un control enfermizo, se incrementó con más violencia.

Cansados, los mismos caucheros intentaron vender el látex por su cuenta. A esas alturas, ya era el oro, el diamante, la joya más costosa, la droga ilícita por la que todos combatían. Extraerlo no tenía control del Estado, no había ninguna regulación gubernamental en Brasil para meter ese negocio en cintura. Los hilos de la explotación la manejaban quienes tenían billete en mano. Pero los seringueiros –como también se les conoce– no lograron zafarse de sus jefes, y manejar ellos, directamente, la venta del látex.

A la selva llegó la inversión de algunos empresarios nacionales de Brasil. Después, vinieron los extranjeros y pusieron su dinero en ese embrollo. Estos inversionistas abandonaron sus ciudades natales para estar cerca de las zonas explotadas. Su arribo produjo transformaciones increíbles en la infraestructura de los pueblos, como en Manaos, que, de aldea atrasada, se convirtió en una ciudad próspera, de edificios y andenes elegantes, con luz, alcantarillado y tren eléctrico.

En Belém, la capital del estado de Pará, sucedió una historia parecida. Ubicada en una hermosa bahía sobre el océano Atlántico, evolucionó a una ciudad influyente, gracias a la producción del caucho. Mientras la ciudad crecía y se volvía atractiva físicamente, los españoles, chinos, franceses y portugueses, atraídos por el boom comercial del látex, amasaban una fortuna considerable.

El perjuicio de la venta del látex siguió cayendo encima de los trabajadores más pobres, los que ponían la mano de obra a diario. Su oficio consistía en abrir una escisión en la corteza del árbol y recoger el látex, que brotaba a borbotones, para entregarlo a los ricos. Es posible que aquellos seringueiros desconocieran que las semillas del caucho eran propicias para hacer collares y aretes, una posible fuente de riqueza para sus familias; o que la madera, blanda y liviana, servía para fabricar muebles y molduras. Se quedaron con la idea de que más allá de la goma –látex–, no había utilidad alguna.

El caucho crecía en abundancia en los suelos arcillosos de Brasil. Necesitaba agua y luz para crecer. A los siete años, cualquier chico podría iniciar el proceso de sacar el látex. Como seringueiro joven, trabajaba duro, en jornadas agotadoras, hasta dejar el árbol exhausto. El látex vendido se utilizaba para elaborar globos, almohadas, colchones, llantas, neumáticos y aislantes. ¡Casi nada! De ahí la guerra que se desató para que los indígenas Bora, Andoque, Ocaina y los campesinos agrícolas brasileños, produjeran cada día el doble.

Durante la segunda guerra mundial, Estados Unidos sacó las cuentas de cuánta producción de caucho podía lograrse. Hizo un negocio con el gobierno brasileño por cada trabajador que llegara al Amazonas, donde crecían estos árboles de hojas, flores, frutos y semillas. Entonces regresó la batalla del caucho. Los empresarios gringos, como Henry Ford, se entusiasmaron, y reclutaron nuevos seringueiros para levantar la producción y hacerla robusta. Hubo empleo, manos ocupadas, ilusiones, vivienda y comida, pero también, un trabajo tan mísero que terminó con la vida de muchos trabajadores. Los sobrevivientes no recibieron ayuda del gobierno nacional para regresar a sus hogares y dejar, por fin, su malsana aventura en el occidente de Brasil.

*Periodista de la Universidad de La Sabana. Catedrática y escritora bogotana. Lectora . Apasionada por las buenas redacciones. Dedicó más de treinta años a la enseñanza del castellano.

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