Por Hernán López Aya*
Ir de vacaciones. Esas tres palabras agrupan una sensación de felicidad y permiten al ser humano desprenderse de la rutina, abandonar los pensamientos laborales y producir una ansiedad anhelada, representada en nervios, afán y necesidad de “no hacer nada”.
Descansar; a todo momento, descansar.
El timbre más esperado de esta etapa es el que marca el final de las clases, el final del día de trabajo. Y desde ahí, a pensar en alistar la maleta; o a pensar en cuántas horas de la vida se pueden perder, frente al televisor viendo deportes o adelantando series.
Por estos días, en Colombia, tradicionalmente el clima ayuda. ¡Hay calorcito! Y eso motiva más. Al mismo tiempo, llega el afán por definir tiempos, pedir permisos y sostener la logística que, con varios meses de antelación, la cabeza del hogar tiene definida para el disfrute de los suyos.
Es un plan inviolable, que no permite mayores modificaciones (tal vez, ninguna), y que presenta su correspondiente lista de opciones traducidas en sitios a visitar, visitas por hacer o actividades lúdicas a desarrollar.
Quienes pueden se van de la ciudad de origen, se toman las playas, calles y espacios de lugares tradicionales de vacaciones. Pero quienes no tienen tantos recursos, echan mano de una de las alternativas más tradicionales de descanso, desarrolladas por los papás en fines de semana, y que no temen a condiciones adversas. Me refiero al “Paseo de Olla”.
Esta vaina no respeta clima; eso es lo más importante. Su protagonista principal es el agua. Un paseo de olla no es paseo de olla sin opción de mojar los pies en un río o rasparse las rodillas, después de haberse deslizado sobre una piedra de infinitas variedades de filo.
Y es aquí cuando la hidrografía de Colombia toma relevancia. El primer paso es escoger “el charco”. ¿Qué río vamos a conquistar en estas vacaciones? Pues este es el momento de “echar memoria” y traer a este texto a una de las organizadoras más importantes de paseos de olla que conocí: Laura, mi mamá. Ella fue “la cabeza de mi hogar” en la infancia.
Fue una especialista. Por su manera dicharachera de hablar, comportarse y querer a su familia, ella fue siempre la encargada de escoger el destino y de no dejar a nadie por fuera. Si había paseo de olla, todos debíamos ir; ninguno se podía quedar aburrido en la casa o, en casos más extremos, castigado. Ella nunca lo permitió.
Un río cerca a Bogotá, por lo general en algún pueblo de Cundinamarca o Tolima, siempre estuvo en los planes; que tuviera espacios o laderas aptas para instalarse y para poder vigilar a los más pequeños, so pena de encontrarse fortuitamente con algún remolino que causara una emergencia. Además, que tuviera un lugar apto para un juego de fútbol, con pelota de caucho y en el que los más veteranos siempre fueron los arqueros.
El siguiente asunto era el desplazamiento. Los carros de la familia hicieron parte de la flota. Pero, años después, la 311 de Velotax se convirtió en el vehículo principal. Fue una buseta que mi mamá y mi tío Gilberto compraron y, como ellos decían, “pusieron a trabajar”. Mi tío siempre fue el conductor y el encargado de llevarnos sanos y salvos a casa, gracias a su pericia y su manera de enfrentar curvas y subidas.
Acto seguido, el menú. Después de instalados en el lugar, vestidos para la ocasión (pantaloneta y chanclas o vestido de baño y chanclas), y recorridos ciertos metros entre piedra y piedra, retando a la corriente, llegaba la hora del banquete. Desde que tengo memoria, la parte alimenticia siempre tuvo magníficos sudados de pollo, con arrobas de papa, una salsa de “campeonato”, gaseosa en botella de vidrio (sí retornable) e infinidades de servilletas para que pequeños y grandes nos limpiáramos las manos y la boca. Después, con algo de agua, nos despegamos los fragmentos de papel que nos quedaban.
Para los grandes, la cervecita no faltaba Y un par de canastas del jugo de cebada siempre hacían parte del viaje. Diez horas después de iniciada la travesía, el sol se escondía y nacía el aburrimiento de tener que regresar a la normalidad. Pero, al mismo tiempo, también llegaron los sentimientos de alegría y de haber salido de la casa, lo que significaba que las vacaciones habían valido la pena.
La líder del viaje, en medio del recorrido, solicitaba ciertas “paradas”, para cerrar el itinerario con postres: fresas con crema, leche asada o merengón sellaban la experiencia con creces y nos permitían abusar del azúcar. Era lo máximo. Definitivamente, mi mamá sí que sabía organizar paseos; debió ser porque siempre pensó en el beneficio de los demás, antes que en el suyo; y porque, para ella, nunca había nada más importante que la felicidad de su esposo, hijos, hermanos, sobrinos y hasta la de su perro, cuando a tener mascota no le reconocían la importancia que se debe.
Ella fue un sol; ese sol que no sólo iluminó nuestros paseos; también iluminó nuestra vida. ¡Lástima, que se fue tan temprano!
No lo echen en saco roto. El paseo de olla es una gran opción para estas vacaciones. Sirve para reunir familias, reconciliarlas y para darse cuenta de que todo viaje, en grupo, es más divertido que explorar solo.
Todavía queda tiempo. Anímense y díganles a sus mamás que organicen el trayecto.
Seguramente, no los van a decepcionar…. @HernanLopezAya
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años.