Por HERNÁN LÓPEZ AYA*
La idea se la debemos a Fray Fernando de Jesús Larrea, un misionero franciscano quiteño que en 1743 publicó la primera versión de la Novena de Aguinaldos, que es rezada “oficialmente” en Ecuador, Colombia y Venezuela. Y pues en otros países, gracias a los migrantes que llegamos a otras partes con nuestras tradiciones.
A Colombia arribó, tiempo después, por obra y gracia de Clemencia de Jesús Caicedo, fundadora de un tradicional colegio bogotano. Acto seguido, días después, Bertilda Samper Acosta (quien se convertiría en la Madre María Ignacia), fue la encargada de editarla, porque tenía más de 50 páginas, y de agregarle las consideraciones y los Gozos para todos los días, esos que hacen las mieles de esta ceremonia tradicional.
En 1910, con la aprobación del Arzobispado de Bogotá, la “Novena del Niño Dios” tuvo su vía libre y su presentación oficial. Y ya sabemos cómo se ha puesto la cosa.
Creo que la vinculación con la Novena ha pasado de ser una obligación a un acto de verdadera contrición, recogimiento y respeto por lo que creemos (de manera religiosa). Pero, en medio de este proceso, su manera de celebrarla ha sufrido cambios y, lo digo, por experiencia personal.
En mi caso, comencé a hacerla sin renegar porque pensaba que mi recompensa se vería reflejada en un gran carro de marca Tonka o un esférico Mikasa # 5, de esos que al cabecearlo le dejaban a uno la cuota inicial de un futuro accidente cerebro vascular. Era duro, como un coco.
Pues ni Tonka ni balón. Esas recompensas dependieron, más bien, del desempeño escolar (por voluntad materna o paterna), y para reemplazar el chancletazo ganado de manera tácita si uno perdía alguna materia o, en su defecto, el año.
Entonces, para mí, las novenas pasaron a ser el pretexto perfecto para reunir a la familia y cuadrar la logística de la gran celebración del 24 de diciembre. Pero ojo: no estoy diciendo que todos tuvieran esos objetivos. Había personas que la rezaban a conciencia, como mi mamá, para pedirle de regalo al niño Dios el mejor futuro para su familia.
Con el tiempo fuimos madurando, al igual que la celebración. Y en mi adolescencia pasé de las grandes reuniones a las pequeñas, pero con amigos. Es en este punto en donde el multiverso conspira y reúne a un montón de “mamagallistas” que ya habían tenido Tonka y estaban necesitados de una celebración evolutiva.
Ahora, esto sería el pretexto para estar por fuera de la casa en esas noches.
Y claro, teníamos que justificar la ausencia de la reunión en el hogar. Entonces, sin pensarlo dos veces, decidimos tomar el mando y organizarlas en diferentes casas, pero a nuestra manera.
La cita, siete de la noche. La alimentación dependía del anfitrión y nosotros, también fieles a nuestra tradición, llegábamos con la mayor cantidad de hambre posible para, sin piedad, devorar los manjares ofrecidos.
Créanme: tratar de contener a 13 desadaptados quinceañeros, todos con alma de comediantes, no era fácil. Cualquiera de las palabras o frases de lo rezado tenían, por defecto, algo que nos hiciera sonreír o soltar una risotada o un comentario adicional. Frases como el cordero manso se convertirían en el cordero “menso”; o la picardía del doble sentido en el “padre putativo” originaría ojo torcido de los adultos y severos gestos de reproche por nuestro desorden.
Pero el momento que nos marcó, o que marcó la diferencia, fue nuestra versión de los Gozos. Y es aquí cuando confirmo que el agregado de la Madre María Ignacia nos hizo las delicias.
Como van acompañados de una pequeña canción, nos dimos a la tarea de elegir cómo los cantaríamos. Y la idea surgió de la mente calculadora de Camilo “El Orejas” Moreno. Él dijo, acompañado de una sonrisita:
- ¿Y por qué no cantamos el “ven ven ven” con otros ritmos?
- ¿Cómo así?, preguntamos todos.
- Sí. Por ejemplo, empezamos a cantar y le ponemos ritmo de salsa o merengue. Seguro nos vamos a reír mucho.
Pues no se diga más. La primera sesión fue en la casa de nuestra amiga Erika Chavarriaga. Ese día, los gozos se hicieron a ritmo de “meneíto” y, por ende, la creación musical de “El General” fue homenajeada tácitamente y acompañada de los pasos prohibidos correspondientes al ritmo (traten de imaginar). Nos reímos sin parar.
Y así duramos muchos años.
Pero, lo más importante fue que no olvidamos la obligación que la amistad nos había dado y que, gracias a la navidad, es especial: reunirse con la familia que la vida nos puso en el camino tocando la puerta del vecino o cruzando la calle; o como comenzó mi amistad con ellos, jugando un partido de microfútbol.
Creo que eso es lo más valioso: reunirnos. Juntarnos, convocarnos o como lo quieran llamar. Yo sigo insistiendo en que esta época hace milagros; y es ahora, después de 35 años de compinchería, cuando hago conciencia y le doy las gracias a mis papás por obligarme a estar en estas ceremonias.
Descubrí el significado. Y es valiosísimo. Y pues ni que decir de las reuniones con mis hijas o mi esposa o mis primos.
Y más se aprecian cuando se está por fuera del país.
Sigan disfrutando de las novenas; y aprovechen que las familias siempre, pero siempre, se preocupan en los primeros días de diciembre para que estas reuniones sean una gran antesala al 24. Y que el niño Dios les traiga muchos regalos.
¡Feliz navidad!
@HernanLopezAya
*Comunicador Social y Periodista de la Universidad Jorge Tadeo Lozano con 26 años de experiencia en televisión y Oficinas de Comunicación. Fue jefe de emisión del fin de semana en RTVC NOTICIAS. Ganador del premio de periodismo Álvaro Gómez del Concejo de Bogotá en 2016. Bloguero de KIENYKE durante varios años